¿REVOLUCIÓN TRIUNFANTE O REVOLUCIÓN POSPUESTA? LA PARADOJA FASCISTA (Celtix)
El planteamiento de este escrito consiste en exponer una serie de ideas sobre el fenómeno fascista; en concreto, la obvia contradicción entre una doctrina revolucionaria y los pactos con el statu quo para alcanzar el poder. En este aspecto, no pretendemos llegar a grandes innovaciones, nos basamos en estudios de diversos historiadores académicos.
Nuestra idea central es que el Fascismo hubo de pactar con las fuerzas conservadoras y capitalistas en su objetivo de alcanzar el poder; para ello, el anticomunismo fue un factor decisivo. Pero nunca abandonó la teoría revolucionaria y socialista, con la esperanza de poder llevarla a la práctica en un futuro. En semejante actitud, no se diferencia en exceso del comportamiento de socialistas reformistas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que tuvieron presencia en el parlamentarismo de la Italia unificada. Nos encontramos, por tanto, con la dicotomía, tan habitual en política, que se da entre la idea abstracta y su praxis.
29 DE ABRIL DE 1975 O EL DÍA QUE VIETNAM DERROTÓ A LA OLIGARQUÍA
SOCIALISMO REFORMISTA FRENTE A SINDICALISMO REVOLUCIONARIO
A diferencia de lo ocurrido en la España de la Restauración, el Estado italiano nacido del Risorgimento fue consciente —dado su mayor desarrollo económico e industrial— de la necesidad de integrar en su seno a las emergentes fuerzas de izquierda, a fin de conseguir la paz social interna. Tal fue la labor de los gobiernos de Giovanni Giolitti (representante de los intereses de la burguesía industrial norteña): atraer a los elementos moderados del movimiento obrero para que colaborasen con el régimen parlamentario a cambio de mejoras materiales en las condiciones del proletariado.
Al final, a tenor de los logros obtenidos, los socialistas lo vieron como una táctica fallida.
“El VIII Congreso del Partido Socialista Italiano, en abril de 1904, tuvo que confesar que, a escala nacional, el reformismo había sido un fracaso. “… Durante tres o cuatro años” —como debería constatar poco más tarde el reformista Turati— los socialistas habían “servido gratuitamente a los policías” de Giolitti, y sin duda habían obtenido de ello algunos beneficios, empezando por la neutralidad del Gobierno en los “conflictos económicos”. Pero era evidente que, para toda la Italia meridional y amplios sectores del campesinado, el “socialismo giolittiano” representaba un fracaso puro y simple.”
(Paris, Robert, Los orígenes del fascismo, Madrid, Sarpe, 1985, pág. 44)
El escaso éxito y el desprestigio de la postura reformista trajo consigo —de forma previsible— un retorno al concepto de acción directa y huelga revolucionaria, bajo el auspicio intelectual de Georges Sorel, visto como una vuelta a las fuentes originarias marxistas en contraposición a actitudes pactistas y contemporizadoras con la burguesía.
“En Nápoles, cuna de este “sorelianismo” italiano, algunos socialistas, como Enrico Leone y Ernesto Cesare Longobardi, luchaban desde hacía varios años contra el reformismo y en favor del “retorno a Marx”. Así el revisionismo de Sorel serviría inicialmente para restaurar el marxismo. Sorel, es cierto, aparecía menos como el representante europeo del revisionismo de izquierda que como el crítico incansable de la democracia reformista y el autor de El porvenir socialista de los sindicatos.
[…] Igual que en Sorel, igual que en Croce, que acababa de fundar en Nápoles “La Critica” (1903), se trataba de reaccionar primero contra el positivismo, identificado aquí con el reformismo. El sindicato —y ésta era la gran diferencia entre Sorel y Pelloutier— aparecía menos como el instrumento de autoemancipación del proletariado que como el medio de realizar la revolución social e, indirectamente, la ocasión de reencontrar en el centro del marxismo una teoría de la violencia revolucionaria.
Este era evidentemente el gran punto de convergencia con Sorel: el redescubrimiento de la violencia y, singularmente, de la huelga revolucionaria, que la revolución rusa de 1905 debería además llevar al centro de las preocupaciones de los revolucionarios, como, por ejemplo, Rosa Luxemburg… Incluso en Italia, tras los levantamientos de Cerignola, Buggerù y Castelluzzo, la gran huelga general del verano de 1904 pareció dar la razón a los sindicalistas revolucionarios”.
(ibídem, pág. 45)
Pero, al mismo tiempo, surgía la pregunta inevitable: ¿sería el proletariado industrial una fuerza capaz, por si sola, de derribar el estado burgués? Desde la Comuna de París (1870), el sistema capitalista había logrado sobrevivir a huelgas, algaradas y otras “actividades subversivas”; se imponía por tanto, nuevas estrategias y tácticas para obtener el poder.
“En Italia, ciertos sindicalistas revolucionarios teóricos comenzaron a adoptar el concepto de una “nación proletaria” y a creer que en Italia su movimiento nunca triunfaría mientras se basara solamente en la clase obrera urbana. Para conseguir la victoria tenía que convertirse en un movimiento interclasista que consiguiera el apoyo de los agricultores, los trabajadores de la tierra y el máximo posible de la clase media productora. No era necesariamente un error el apoyar un “nacionalismo proletario” en la guerra y la expansión colonial, puesto que los propios Marx y Engels habían aprobado de modo consistente determinados aspectos del imperialismo británico y francés conjuntamente con la conquista de Texas por parte (sic) de lo que ellos consideraban un México oscurantista e ignorante”
(Payne, Stanley G., Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español, Barcelona, Planeta, 1997, págs. 11-12)
Tal punto no era algo exclusivo del sindicalismo revolucionario italiano. El anarquismo andaluz había intentado ampliar su base social en ámbitos rurales a finales del siglo XIX. Los marxistas españoles tardaron más en adoptar estrategias similares, cuando sectores de izquierda catalanista abogaron por un movimiento interclasista tras la Iª Guerra Mundial o, ya en la década de los 30, el comunista Joaquín Maurín teorizó sobre el tema (recordemos que su libro Hacia la segunda revolución, publicado en 1935, recibió alabanzas de Ramiro Ledesma) (ibídem., pág. 11)
Y los bolcheviques alcanzaron su revolución con el decisivo apoyo del campesinado, aspecto que Lenin siempre tuvo claro y que no concordaba con las previsiones de Marx acerca del movimiento revolucionario.
Nos referimos, por ende, a un ambiente de marcado sello izquierdista, que es en el que se forma Benito Mussolini y los fascistas originarios. Socialismo revolucionario, por más que chocase en varios puntos con el credo marxista-leninista, que se proclamó como único y verdadero socialismo a partir de 1917.
Con frecuencia, se sostiene que, para 1914, el nacionalismo ya había ganado un mayor peso que el socialismo en la mente del futuro Duce; de ahí que defendiera con ahínco la participación de Italia en la Iª Guerra Mundial. Pero lo cierto es que su intervencionismo seguía la lógica marxista de que los conflictos bélicos suponen un desencadenante de las revoluciones y transformaciones socio-políticas. Expresado por él mismo:
«Hoy —y digo esto con toda energía— es la propaganda antibélica, propaganda de la cobardía. Obtiene éxitos, sin duda, porque se fundamenta en el instinto individual de conservación. Pero precisamente por ello es una propaganda antirrevolucionaria. Sus principales promotores son los curas y los jesuitas, que tienen un interés material y espiritual en el mantenimiento del Imperio austríaco; la acepta la burguesía, que se ha caracterizado siempre en Italia por su estrechez de miras; la aceptan los monárquicos… que carecen de valor suficiente para romper el tratado de la Tríplice… que garantiza la existencia del trono. Esa coalición pacifista sabe perfectamente lo que desea y resulta fácilmente identificable la finalidad de su actitud. Pero nosotros, los socialistas, representamos una de las fuerzas más vivas de la joven Italia. ¿Estamos dispuestos a unir nuestros destinos a esas fuerzas «muertas» en nombre de una «paz» que hoy no nos preserva de los riesgos de la guerra y que mañana atraiga quizá sobre nosotros el desprecio general de los pueblos que están viviendo esta tragedia colectiva?» (citado en Nolte, Ernst, El Fascismo de Mussolini a Hitler, Esplugas de Llobregat, Plaza & Janes, 1975, pág. 20)
Por otra parte, Lenin sostenía las mismas opiniones en la otra esquina de Europa y anhelaba que la conflagración ejerciese de “acelerador de la Historia”, que propiciase la revolución, como así ocurrió.
De hecho, el ruso se había alegrado de que Mussolini y los sindicalistas revolucionarios hubiesen adquirido en 1912 un mayor peso en el movimiento socialista italiano que las corrientes reformistas y moderadas (Payne, op. cit., pág. 14).
LA DERECHIZACIÓN DEL FASCISMO: EL FACTOR SOCIOLÓGICO
Tal como se ha explicado en numerosas ocasiones, Mussolini obtuvo el poder político debido a un pacto con la clase dirigente italiana, a la que tanto había denostado con anterioridad, no a través de un proceso revolucionario.
Supo ver —con indiscutible buen instinto político— una oportunidad y la aprovechó al máximo, dadas sus fuerzas y la situación del país, mediante la famosa Marcha sobre Roma.
“A los fascistas se le había permitido hacerse con el control de algunos gobiernos locales en el norte que previamente habían estado en manos de los socialistas, pero sabían que la oportunidad que ahora se les presentaba no continuaría indefinidamente. […] El objetivo era inducir al rey Víctor Manuel a que nombrara a Mussolini primer ministro de una nueva coalición parlamentaria —ni tan siquiera de un “movimiento fascista”, dado que la mayoría de sus miembros no serían fascistas—. Parte de esa táctica fue la Marcia su Roma (la marcha sobre Roma) de unos 26000 camiccie nere, camisas negras, es decir, miembros del partido, que demostraron públicamente su apoyo a la entrega del poder a Mussolini de un modo que recordaba al Maggio Radioso de 1915. Lo que sucedió a finales de octubre de 1922 no fue ni un golpe de Estado ni un pronunciamiento, sino simplemente una manifestación política nacional. Si dio resultado no fue porque la fuerza del fascismo fuera arrolladora —la marcha sobre Roma hubiera podido ser detenida fácilmente por el ejército— sino a causa de la fragmentación de la política italiana y del miedo continuo a la izquierda. El rey llegó a la conclusión de que su mejor oportunidad para conseguir un gobierno estable que no fuera de izquierdas era, desde luego, una coalición parlamentaria legal liderada por Mussolini”.
(Payne, op. cit., pág. 27)
Con todo, hemos de entender que no fue una mera cuestión de arribismo. El propio Fascismo había cambiado en lo que respecta al perfil ideológico de sus componentes, ahora que se había transformado en un movimiento de masas. Del primer fascismo, socialista y republicano, se había pasado a un otro más derechista y burgués, que hacía de la oposición a las izquierdas su bandera. Se trató de una mutación que escapó del control de Mussolini y desbordó al núcleo fascista originario. Sería algo que marcaría al movimiento de manera definitoria hasta, al menos, 1943.
“El fascismo de San Sepolcro había sido minúsculo y urbano, mientras que el fascismo de masas de 1921 era predominantemente rural, dirigido por nuevos ras, o líderes locales, en los distritos claves del norte como Italo Balbo en Ferrara, Dino Grandi en Bolonia y Roberto Farinacci en Cremona. El nuevo fascismo de masas no fue creado por Mussolini, sino que se había extendido en torno a él en las zonas rurales del norte. Era más un fascismo de clase media, más moderado en lo económico y, categóricamente, más violento y antisocialista. Al mismo tiempo facilitó la solución de los problemas financieros del partido consiguiendo contribuyentes acaudalados, particularmente en el campo.
En las elecciones nacionales de mayo de 1921, los gobernantes liberales quisieron comenzar un proceso destinado a contar con la colaboración de los fascistas mediante su inclusión en la coalición electoral del gobierno.”
(ibídem., pág. 22)
El acto clave para entender esa evolución y crecimiento hacía la derecha, según el historiador marxista Robert Paris, sucedió el 15 de abril de 1919 con la destrucción de la sede del periódico Avanti!, órgano oficial del Partido Socialista Italiano, en la que participaron algunos fascistas (recordemos que los socialistas intervencionistas reprocharon al PSI su antibelicismo, como una muestra de aburguesamiento). El resultado fue que “marcó un desde el que ya no era posible volver atrás en el itinerario de los fascistas y en sus relaciones con el movimiento obrero” (Paris, op. cit., pág. 78). A partir de ese momento, la organización cobró un inesperado atractivo para los elementos de derecha, alarmados por la oleada de huelgas y ocupaciones de fábricas en la posguerra, así como por las noticias que se recibían de la Revolución rusa. Tal proceso de derechización parecía favorecido por el gobierno italiano:
“El gobierno tuvo, sin duda, su parte de responsabilidad en esta súbita llamarada de violencia. Una circular del ministro de la Guerra, Ivanoe Bonomi, había invitado a los oficiales desmovilizados a inscribirse en los fasci; como consecuencia de ello, el movimiento se llenó de antiguos combatientes y las expediciones de castigo fueron a menudo dirigidas por antiguos oficiales como Dino Grandi o Italo Balbo. A las simpatías poco ocultas de la prensa burguesa o de información se añadía la tolerancia de las autoridades que cerraban los ojos y dejaban hacer. Según Tasca, una circular del ministro de Justicia habría invitado a los magistrados italianos a no abrir proceso contra los fascistas. Estos pasaron, así, de unos veinte mil a finales de 1920 a más de doscientos mil un año después”.
(ibídem., pág. 89)
Mussolini respondió a esta nueva realidad con una moderación en su discurso, antes tan radical, como concesión a las nuevas bases (entre otras cosas, redujo su republicanismo). Pero, al mismo tiempo, no estaba tan decidido a proclamar una cruzada contra las izquierdas e intentó pactar con los socialistas el fin de las hostilidades, con la esperanza de establecer un futuro entendimiento.
“En julio comenzó las negociaciones con los líderes socialistas para un “pacto de pacificación” interino —igualmente deseado por los socialistas— que pudiera llevar el control de la violencia. Pese a que los ras de la línea dura en vez de disminuir la violencia la aumentaron, se firmó en Roma, el 2 de agosto, un Pacto de Pacificación oficial.
Casi inmediatamente este pacto pasó a ser letra muerta y por lo general fue ignorado por los squadristi más activos. En dos semanas los ras de la mayor parte de las provincias del norte celebraron un mitin independiente en Bolonia para denunciar el pacto. Afirmaron que los socialistas eran los principales enemigos de la nación italiana y tenían que ser destruidos, mientras que el Partido Comunistas Italiano sólo ayudaba a la subversión. Los principales jefes provinciales criticaron acerbamente a Mussolini y declararon que él no había creado el movimiento, que podía seguir adelante sin él. La violencia política aumentó, una vez más, en septiembre y en el mes siguiente se celebró un nuevo congreso socialista que también fue dominado por los massimalisti revolucionarios, una situación que sólo jugaba en favor de la línea dura fascista.
Al ver que el Pacto de Pacificación era letra muerta, Mussolini se dio cuenta de que podía conseguir un mayor control sobre los fascios aceptando la violencia continuada a cambio de un acuerdo para convocar un congreso nacional que convirtiera el movimiento en un partido regular.”
(Payne, op. cit., pág. 23)
Es evidente que a Mussolini, ante tal situación, sólo le quedaba recurrir al anticomunismo si quería, primero, mantenerse al frente de su organización y, luego, acceder al gobierno en connivencia con el statu quo empresarial y terrateniente de la monarquía de los Saboya. Llegados a este punto, cabe señalar que el hecho de que la afiliación masiva de elementos derechistas a un partido político con una doctrina de izquierdas supone una paradoja que los historiadores suelen mencionar, pero en la que rara vez profundizan o analizan para entender la deriva del movimiento. Esto es francamente sorprendente, dado que semejante hecho fue captado por los contemporáneos, como el político catalanista Francesc Cambó en su libro En torno al fascismo italiano. Meditaciones y comentarios sobre problemas de política contemporánea (1925),[1] traducido al francés y al italiano, donde afirma:
“La juventud burguesa y universitaria y los aventureros sentimentales de habían seguido a D’Annunzio ingresan en tropel en las escuadras fascistas. Pero al ingresar en ellas no aportan solamente el concurso de su valor personal: aportan sus pensamientos, sus sentimientos. Y el fascismo socialista, republicano, obrerista, revolucionario, que había creado Mussolini en 1919 y que hasta entonces vegetaba en la impotencia, queda anegado por la incorporación en masa de elementos más numerosos y selectos que del fascismo mussoliniano no sienten más que la audacia en su acción.”
(citado en Rodríguez Jiménez, José Luis, Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza, 2000, pág. 39)
Creemos que ese estado de cosas marcó al Fascismo en diversos aspectos durante las siguientes dos décadas que estuvo en poder (período conocido como el Ventennio). Mussolini se vio obligado a jugar a ser transformador o conservador, socialista o capitalista según las circunstancias políticas lo exigiesen. También se puede observar el campo de las ideas; la necesidad de conjugar los principios revolucionarios e izquierdistas del partido con los nuevos activistas y cargos dirigentes que tendían a la derecha —junto con los pactos de colaboración con la oligarquía italiana a partir de 1922—, llevó a una indefinición ideológica que muchos han percibido, tanto observadores contemporáneos como estudiosos a posteriori de esta corriente (“Nuestra doctrina es el hecho” fue una famosa sentencia de Mussolini, que con frecuencia se jactó de estar por encima de ideas fijas y dogmas políticos).
Otra consecuencia tal vez fuera el recelo que el jefe del fascismo sentía por los cargos políticos del partido. Nos dice Payne que, para el año 1935, Mussolini “estaba convencido de que él era el único líder capaz y merecedor de confianza producido por el fascismo y que tenía que ser el primero en dirigirlo hacia el gran imperio, antes de que el movimiento llegara a ser lo suficientemente fuerte para crear la verdadera revolución fascista y el nuevo hombre italiano” (Payne, op. cit., págs. 49-50). Podemos interpretar esa autopercepción como una muestra de la megalomanía del Duce. Pero también podría considerarse que se trataba de una valoración de la lealtad y verdaderas convicciones de los otros líderes del partido; de que, a sus ojos, la jerarquía fascista no era de fiar, no creía sinceramente en la revolución nacional que proponía y estaría dispuesta a traicionarle si se daban las circunstancias. No eran sospechas infundadas, puesto que en verano de 1921 habían amenazado con deponerlo al tratar, como hemos visto, de establecer una paz con los socialistas; y, en 1943, el Gran Consejo Fascista, en connivencia con la Corona, le despojó de su cargo para cambiar de bando en plena guerra.
Tal situación fue entrevista, asimismo, por Francesca Cambó en los años 20. Explica el historiador José Luis Rodríguez Jiménez al comentar una frase del político catalanista (hemos puesto las palabras originales de Cambó en negrita): “Nace un nuevo fascismo que mantendrá como caudillo a Mussolini “únicamente en el caso de que se adapte e identifique en pensamientos y sentimientos con los de las nuevas masas fascistas”. Estos nuevos fascistas no estaban interesados en el programa del primer fascismo, sino que acudían al fascismo porque luchaba contra el comunismo” (Rodríguez Jiménez, op. cit., pág. 39).
LOS AÑOS DE GOBIERNO Y LA POLÍTICA DE LO POSIBLE
Se puede considerar que lograr el gobierno de la nación de esa manera, supuso el fin del Fascismo como un proyecto transformador y quedó preso de sus compromisos con las elites dirigentes. Eso es verdad, sin duda; el partido se burocratizó y aburguesó. Pero es justo reconocer que, como hemos visto, elementos del socialismo habían llegado a acuerdos con el establishment en tiempos precedentes, para así conseguir algunos objetivos mientras no se diesen las condiciones precisas para alcanzar la meta de una sociedad socialista. En cierto sentido, el Duce no se comportó de forma muy distinta a otros socialistas italianos y europeos, cuando juzgaron que su revolución no tenía probabilidades de triunfo.
Como ya hemos dicho, el anticomunismo del Fascismo fue esencial para tender puentes con las fuerzas conservadoras que poseían los mecanismos del poder, algo que ocurrió con los fascismos de otras partes de Europa:
“Hitler fue por supuesto un nacional-socialista; de ambos adjetivos el primero era el más importante, y decisivo, que el segundo. Sin embargo, era un oponente tanto del capitalismo internacional como del socialismo internacional. De hecho, apreciaba algo más a los comunistas e incluso a ciertos socialistas que a los capitalistas. Existen numerosas afirmaciones suyas en ese sentido. No muchas de ellas fueron hechas en público: sabía que para llegar al poder debía apelar al anticomunismo de los conservadores alemanes. En noviembre de 1932 le dijo a Hindenburg: “La bolchevización de las masas avanza con rapidez”; sabía que eso no era cierto y que ese tipo de argumentos impresionaría a Hindenburg y a los conservadores. Al contrario que nueve años antes, cuando su intentona revolucionaria fue echada abajo en las calles de Múnich, ahora se iba a convertir en gobernante de Alemania, de modo legal, constitucional y democrático, y no contra, sino con el apoyo dela gente más respetable de Alemania, al menos en parte por su anticomunismo.”
(Lukacs, John, El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos de Hitler, Madrid, Turner, 2003, pág. 81)
Hay que tener presente que dicha estrategia de alianza con las derechas supondría, a la larga, uno de los factores de derrota de los fascismo, como bien supo ver Pierre Drieu La Rochelle. Por un lado, impidió auténticos cambios revolucionarios tras la consecución del gobierno; por otro, dejó cotas de poder en manos de representantes de las fuerzas conservadoras, que intentaron traicionarles cuando la fortuna de las armas en el conflicto mundial resultó desfavorable.
Se puede considerar que Mussolini pretendía realizar una revolución a largo plazo, que quizá tendría que esperar a que hiciese acto de presencia una nueva generación, dado que juzgaba que no se disponía de las circunstancias adecuadas por el momento:
“Privadamente, Mussolini reconocía que todavía no se había producido una verdadera revolución fascista y que los “nuevos italianos”, por el imaginados, aún no habían sido creados. Su respuesta era esencialmente propagandística y pedagógica; él creía que mediante años de educación fascista, adoctrinamiento y ceremonial, finalmente se podría desarrollar una nueva generación dentro de la mística del fascismo.”
(Payne, op. cit., pág. 40)
De la misma forma, algunos extranjeros dieron testimonio de que la ideología fascista no había penetrado en las masas italianas:
“Pero si son fascistas”, objeto yo, “hasta cierto punto tienen las mismas ideas que vosotros”.
“Mussolini es el único fascista de toda Italia. Nos hemos percatado de eso los que tenemos que luchar junto a ellos. Mussolini es un gran hombre… Ellos tan solo tienen miedo de Musse, eso es todo. En Abisinia Mussolini era más peligroso que el enemigo.”
(Imerslund, Per, Un voluntario noruego en la Guerra Civil española, Madrid, SND Editores, 2020, pág. 146)
No sabemos cómo hubiera podido evolucionar una Italia bajo la dirección de Mussolini más allá de 1943. Si hubieran podido consumar la revolución prometida, o si el statu quo hubiese terminado por sofocar cualquier ímpetu en ese sentido. Sería entrar en el campo de la especulación. Pero sí podemos observar como la República de Saló se manifestó como un intento de llevar a cabo ese socialismo nacional al que aspiraba el primer fascismo; ya rotos los nexos con monárquicos, capitalistas y terratenientes.
LOS HEREDEROS INSOSPECHADOS
La conexión entre nacionalismo y socialismo, que en Italia dio lugar al fascismo, se manifestaba en Europa desde las últimas décadas del siglo XIX de un modo u otro, con figuras tan peculiares como Maurice Barrès o el general Boulanger, con movimientos de nacionalismo republicano como el de Mazzini y Garibaldi (a este último, Ramiro Ledesma lo consideró un referente). Los fascismos supusieron una etapa en esa evolución (con características propias y definitorias, desde luego).
Mussolini y los fascistas teorizaron en torno al concepto de “nación proletaria”, países sujetos a los designios de las grandes potencias que dominaban el tablero internacional. Tal discurso no se halla muy lejos —con todos los matices que se deba de dar— de los esgrimidos por los movimientos anticolonialistas del pasado siglo, en los que la guerra revolucionaria anticapitalista va de la mano de la guerra de liberación nacional, contra un enemigo que es tanto invasor como explotador de la clase trabajadora.
Es cierto que los fascismos no supieron convertirse en nacionalismos revolucionarios verdaderos; y eso fue una de las razones de su fracaso, como hemos visto. Su derechización supuso su descrédito primero y su condena después. Pero el socialismo nacional no murió con ellos.
“En 1945 fue derrotado, junto con Hitler, el nacionalsocialismo alemán: una versión cruel y extrema del socialismo nacionalista. En todos los demás lugares nacionalismo y socialismo se aproximaron, se reconciliaron y posteriormente se mezclaron sin violencia, odio o guerra que fueran ni remotamente comparables.”
(Lukacs, op. cit., págs. 208-209)
Se percibe en fenómenos como el llamado “socialismo árabe”, nacionalista y laico (Michel Aflak, cofundador del partido Baas, tenía a Georges Sorel como una de sus influencias), o el Peronismo.
“Puede plantearse una objeción a lo anterior: al fin y al cabo, ¿no ha sobrevivido el atractivo del comunismo durante más tiempo que el del nacionalsocialismo de Hitler? A pesar de las evidencias superficiales —por ejemplo, el atractivo aún vigente de los partidos “comunistas” en Rusia y Europa del Este, el “comunismo” chino, Castro en Cuba— la respuesta es no, al menos por tres razones. La primera es que la oleada de comunismo que cubrió gran parte de Europa después de 1945 no fue el resultado de revoluciones populares, sino que se debió simplemente a la presencia de fuerzas armadas rusas en esa parte de Europa. La segunda es que el esporádico alzamiento de regímenes comunistas en los lugares más insólitos del llamado Tercer Mundo —Cuba, Etiopía, Angola, entre otros— fue el resultado obvio del anticolonialismo (y en caso de Castro, del antiamericanismo) más que del atractivo del comunismo en sí o del ejemplo de la Unión Soviética. La tercera razón, relacionada con esta segunda, es que la reciente reaparición —probablemente transitoria— de partidos comunistas o favorables al estalinismo, especialmente en Rusia, no sólo es inseparable de un nacionalismo populista, sino que está vinculada de manera fundamental a un nacionalismo renaciente y populista. Si el socialismo internacional es un espejismo, el comunismo internacional ni siquiera puede clasificarse como una ilusión óptica.”
(ibídem., pág. 209)
En el momento presente, los poderes gobernantes de eso que conocemos como el mundo occidental no toleran una izquierda nacional, sólo una izquierda progresista; es decir, compatible con la globalización capitalista y el proyecto socioeconómico neoliberal.
[1] Cambó trató el tema en una obra posterior titulada Las dictaduras, de 1929.
Celtix
La Marca Hispànica, 3 de abril de 2024
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