PUBLICADO EN «EL PAÍS». Cuando un medio de comunicación sistémico publica esto sin inmutarse deberíamos echarnos a temblar. Sin embargo, la mayoría de la gente sigue adormecida. ¿Que debe pasar para que el pueblo empiece a organizarse contra la oligarquía? Respuesta: la oligarquía ha ganado también la batalla cultural difundiendo por la red —única fuente que a pesar de todo conserva credibilidad— decenas de «teorías de la conspiración» absurdas cuyo único objeto es confundir a la gente (=gentiles) e impedir que una acción coordinada y masiva frustre la realización de los planes oligárquicos. Cristina Lafont no es una conspiranoica, sino una investigadora del propio sistema. Sus dos principales afirmaciones en este artículo son, además, de constatar el fraude de la presunta democracia occidental: (1) que las masas resultan incurablemente idiotas; (2) que es técnicamente posible y éticamente deseable un nuevo sistema político de democracia directa. Cómo serían compatibles ambas pretensiones es lo que pretendemos comentar.

[Añadimos al texto del artículo en tipo de letra Comic Sans MS en negro y con sangrado unos comentarios en rojo y tipo de letra Georgia sin sangrado].

Estados Unidos y la UE no son democracias reales

Los sistemas democráticos están en crisis y presentan carencias. Parecen abocados a la tecnocracia o al populismo, escribe la filósofa —y discípula de Habermas— Cristina Lafont

Cristina Lafont

07 nov 2021 – 05:20 CET

Fuente: «El País».

La democracia está en crisis. Aunque las causas son múltiples, todas ellas apuntan a que los ciudadanos han perdido la capacidad de influencia política porque existen demasiados atajos que permiten a actores poderosos tomar decisiones políticas al margen de la ciudadanía.

El Estado presuntamente democrático, que nunca lo fue porque su definición como liberal comporta ya el signo de su destino, ha sido capturado por la oligarquía financiera y económica. Los políticos sirven a sus amos oligárquicos, no al pueblo que dicen representar. Lo que no nos explica Lafont es la naturaleza sionista del poder real, porque entonces perdería su puesto de trabajo como le ocurrió a Norman G. Finkelstein. A continuación enlazamos un artículo que desarrolla la diferencia entre democracia y liberalismo.

ESTADOS UNIDOS NO ES UNA DEMOCRACIA Y NUNCA LO HA SIDO (Fernando García Bielsa)

Aunque en las sociedades democráticas los ciudadanos siguen teniendo todos los derechos políticos formales de voto, libertad de expresión, etcétera, esos derechos ya no garantizan un poder real de influenciar las decisiones políticas.

Usando ese estándar, los politólogos Benjamin Page y Martin Giles ofrecen evidencia empírica de que EE UU ya no es una democracia. Técnicamente, es una oligarquía.

Este parágrafo confirma lo que venimos denunciando en CARRER LA MARCA desde hace años.

Las preferencias y opiniones de la mayoría de los ciudadanos no tienen influencia efectiva en las decisiones políticas.

La situación en Europa no es muy diferente. La UE nunca fue un proyecto democrático. Nació como un proyecto de integración económica sin integración política y sus déficits democráticos se han criticado desde hace décadas. Pero lo que refleja la crisis actual es que, a consecuencia de dichos déficits, los países europeos están dejando de ser democracias también. A más tardar desde la crisis de 2008, los ciudadanos han podido comprobar que ejercer el derecho al voto tiene poco que ver con poder influenciar las políticas a las que están sujetos. El ejemplo más extremo fueron las elecciones griegas de 2015. La mayoría de los ciudadanos eligieron un partido con una agenda explícita de rechazo a las políticas de austeridad y lo único que consiguieron es que ese partido fuera el que administrara las mismas políticas de austeridad que los ciudadanos habían rechazado por márgenes masivos. Elecciones más recientes (por ejemplo, en Italia) y referendos como el del Brexit confirman esta tendencia. Tras tres décadas de tecnocracia neoliberal que culminaron en la crisis financiera de 2008 y las políticas de austeridad impuestas al margen de las necesidades y preferencias ciudadanas, el surgimiento del populismo y el etnonacionalismo como reacción en la mayoría de sociedades democráticas es un claro síntoma de la crisis profunda de representación política.

El etnonacionalismo no es un problema en cuanto tal, sino por el hecho de que se trata de falsos nacionalismos orquestados por la propia oligarquía como válvulas de escape circenses de la ira popular y también a efectos de vacunar a los ciudadanos contra futuros líderes nacionalistas auténticos.

Los líderes populistas prometen devolver el control al “pueblo” quitándoselo a las élites políticas y las minorías a las que supuestamente sirven. La situación política actual sugiere que los países democráticos sólo pueden elegir entre la tecnocracia y el populismo, entre el gobierno de expertos y el de las masas ignorantes.

Las «masas ignorantes»: Cristina Lafont resume en una sola palabra el populismo de las élites expertas con respecto al pueblo, a saber, que las masas son esencialmente ignorantes. Y ello a pesar de que esa ignorancia sea el resultado deliberado de las propias políticas oligárquicas que buscan confirmar sus derechos mostrando la evidencia de la facilidad con que cualquier demagogo podría manipular a los palurdos para arrebatarles sus propiedades a los ricos. Pero luego Lafont propone una democracia directa, es decir, una democracia gestionada por esas mismas «masas ignorantes».

La pandemia parece estar empeorando la situación. La necesidad de proteger la salud pública con confinamientos o mandatos de vacunas está polarizando a la ciudadanía entre los populistas que desconfían de los expertos y los tecnócratas que desconfían de los ciudadanos ignorantes.

Sin embargo, si el descontento de la ciudadanía se debe a la exclusión, la solución no puede ser más exclusión. Por muy diferentes que parezcan el populismo y la tecnocracia, los dos son incompatibles con la inclusión democrática.

El concepto periodístico-político de populismo («soluciones fáciles para problemas complejos») es él mismo una muestra de populismo inventado por la oligarquía para erosionar la noción de democracia como imposibilidad, utopía o idealismo de izquierdas que ignora la zafia realidad de las masas. En otros términos: el concepto oligárquico de populismo, según su propia definición, sería populismo. Y la interesada definición depuesta por los ricos, quienes pueden ser tan zoquetes y estúpidos como las masas a las que tanto critican, una trampa semántica. De hecho, la famosa agenda oligárquica es… la Biblia, una profecía supremacista. Y ahí se terminan los mitos de la «tecnocracia» oligárquica, que combate las utopías de izquierda con mayores dosis de «realidad» (=ciencia económica «moderna»), pero luego nos enchufa sus dogmas religiosos, puras fábulas judías para perturbados mentales. Así que a la oligarquía no se la combate con utopías de izquierda, sino con mayores dosis de realidad todavía que las esgrimidas por los propagandistas a sueldo de la milagrería neoliberal. Lafont, una «crítica» del sistema, se queda a medio camino en todo lo que dice: es disidencia controlada

Representan una amenaza al compromiso democrático de que todos los ciudadanos puedan determinar las decisiones políticas a las que están sujetos. El populismo defiende el gobierno de la mayoría electoral a la que identifica como “verdadero pueblo” y exige que las minorías defieran ciegamente de las decisiones de la mayoría. La tecnocracia defiende el gobierno de la minoría a la que identifica como “los expertos” y exige que la mayoría ignorante defiera ciegamente a las decisiones de la minoría. Ambas opciones aceptan una división permanente entre los ciudadanos que toman decisiones políticas y los que obedecen ciegamente. La expectativa de deferencia ciega es el rasgo autocrático común al populismo y la tecnocracia.

No se entiende que esta deferencia a que se refiere Lafont sin antes haber aceptado acríticamente el dogma de las masas ignorantes que, además, identifica atropelladamente con «la mayoría». Equiparar el gobierno de las mayorías al gobierno de las minorías (oligarquía) es ya una jugarreta semántica de la oligarquía. La democracia: gobierno de la mayoría, sin más, pero esa mayoría se identifica con el pueblo, no con una masa ignorante que sólo ha llegado a serlo bajo el dominio oligárquico.

En momentos de crisis las propuestas de reforma proliferan, pero muchas caen en la tentación de buscar atajos populistas o tecnocráticos. Ejemplos europeos preocupantes son las reformas populistas en Polonia y Hungría dirigidas a socavar la independencia judicial, con argumentos supuestamente democráticos de devolver el control al “pueblo” y quitárselo a una élite ilegítima de jueces, dejando a grupos minoritarios (ciudadanos LGTBQ+, mujeres, inmigrantes, minorías étnicas o religiosas…) indefensos para proteger sus derechos y sin más alternativa que deferir ciegamente a las decisiones de la mayoría dominante.

La oligarquía ha promovido falsas opciones pseudo populistas y pseudo nacionalistas, que controla de forma descarada —es el caso de Trump, un sionista de manual— sólo con el fin de dar argumentos a personajes como Cristina Lafont, es decir, con el fin de desacreditar el nacionalismo, el populismo, el proteccionismo y, en definitiva, la verdadera democracia, mediante títeres ridículos, auténticos payasos que funcionan como caricaturas del fascismo. Y todo ello en nombre de unas minorías completamente artificiales, como las que cita, fruto de la propia ingeniería social oligárquica y fabricadas para proteger de la democracia a la verdadera minoría que interesa, a saber, la de los ricos.

Una tendencia también preocupante son propuestas tecnopopulistas que prometen incrementar la participación ciudadana, por ejemplo, organizando asambleas ciudadanas para tomar decisiones políticas difíciles sobre el cambio climático, la inmigración o las pandemias.

Que las asambleas para promover la participación ciudadana le parezcan preocupantes a Lafont se explica por todo lo que acabo de decir. Lafont es una falsa disidente que se contonea ante el poder oligárquico para mostrarle lo útiles que pueden resultarle sus servicios técnicos a fin de disfrazar otra vez el liberalismo como la falsa democracia que siempre fue. 

Estas propuestas se justifican como una manera de permitir que los ciudadanos tomen las decisiones políticas que les afectan en vez de dejarlas en manos de burócratas o partidos. La participación está limitada a un grupo minúsculo de ciudadanos seleccionados al azar a los que se les da la información necesaria y la oportunidad de deliberar sobre una cuestión. El carácter antidemocrático de estas propuestas radica en la expectativa de que la inmensa mayoría de la ciudadanía defiera ciegamente a las decisiones de unos pocos sobre los que no puede ejercer ningún control democrático.

Recordemos que pocas líneas más arriba, Lafont ha considerado que la deferencia de las minorías a la mayoría era equiparable a su contrario (la deferencia de las mayorías a las minorías), un auténtico absurdo desde el punto de vista democrático. Y se olvida de explicar por qué un grupo de personas seleccionado al azar, como es el caso de un jurado, no puede representar en ningún sentido la voluntad popular.

Frente a estas propuestas, los ciudadanos deberían reclamar que las asambleas se organicen con fines genuinamente democráticos. En vez de empoderar a unos pocos para que piensen y decidan por ellos, los ciudadanos podrían usar dichas asambleas para empoderarse a sí mismos. Las asambleas pueden proporcionar información fiable sobre razones a favor y en contra de decisiones importantes, pero no pueden ni deben sustituir a la ciudadanía en la toma de decisiones.

Sigue sin explicar por qué no puede haber órganos democráticos, cuyos miembros sean seleccionados al azar, que desempeñen funciones de control, por ejemplo un poder de interdicción, frente a las decisiones de otros órganos, controlados por la oligarquía, que puedan perjudicar a la mayoría de la población. En lugar de eso, nos habla de un empoderamiento general que suena muy bonito y que nadie va a negar como principio, pero que es precisamente la cuestión pendiente de resolver por los defensores, como nosotros, de la democracia directa.

Las propuestas populistas y tecnocráticas ni son democráticas ni pueden funcionar. Tientan a los ciudadanos con la trampa antidemocrática de creer que los resultados políticos a los que aspiran se podrían conseguir más rápidamente con un atajo y dejan a sus conciudadanos detrás. Los tecnócratas confían en que, si se dejara gobernar a los “expertos”, se conseguirían mejores resultados más rápidamente. Los populistas creen que, si se dejara gobernar al “pueblo” verdadero, se conseguirían mejores resultados.

Así pues, dejar gobernar al pueblo es un error. Lafont muestra aquí su enorme plumerón liberal. Seguro que, después de insultar a Alemania y lamerle el culo al amo judeo-anglosajón en sus libros de filosofía, la promueven a asesora de Biden o algo así.

Ambos olvidan que una sociedad no puede ser mejor que sus miembros. A menos que los ciudadanos acepten las políticas a las que están sujetos y hagan su parte para que los objetivos de dichas políticas se cumplan, no se conseguirán los resultados en cuestión.

Acaba de descubrir el Mediterráneo. Los ciudadanos deben someterse a las leyes que ellos mismos han promovido. Gracias por la aclaración, señora Lafont, pero no se observa conexión alguna entre sus críticas al populismo y al nacionalismo y semejantes obviedades. No conozco, por poner un ejemplo, a ningún nacionalista que no quiera «aceptar» las leyes de control de la inmigración a las que da aliento con su voto.

Ser demócrata consiste precisamente en reconocer que no hay atajos para obtener mejores resultados. La única manera de mejorar la sociedad es aceptar el largo camino democrático de cambiar los corazones y las mentes de nuestros conciudadanos para que hagan su parte y se logren resultados que todos puedan considerar, al menos, razonables.

Ser demócrata consiste en que el pueblo, es decir, la mayoría de la población de una nación, decide sobre los destinos de esa nación. La soberanía popular se fundamenta en la soberanía nacional, siempre conquistada con sangre, y esa es la escuela de la ciudadanía. En lugar de eso, Lafont se propone cambiar los corazones y las mentes de los ciudadanos, algo que sólo la oligarquía está en condiciones de hacer (en su propio beneficio). No hay nada más falso, hipócrita y antidemocrático que el discurso de esta lacaya de la oligarquía. No se dejen engañar.

Cristina Lafont es filósofa política y catedrática de la Universidad de Northwestern en Chicago. Es autora de ‘Democracia sin atajos’ (editorial Trotta), publicado el pasado 13 de septiembre.

Seguiremos informando sobre la verdad. No nos callarán aunque maten a algunos de nosotros.

En memoria de Marta Farrerons, falleció asesinada por el gobierno de Artur Mas el pasado 3 de septiembre. Nunca te olvidaremos. Presente.

Figueres, la Marca Hispànica, 9 de septiembre de 2023.

DEMOCRACIA NO SIGNIFICA ELECCIONES Y VOTOS, SINO PODER DEL PUEBLO

Principios, normas y valores de esta publicación

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