DIE WAHRHEIT MACHT FREI. Hasta el año 1989, en la entrada del campo de concentración de Auschwitz los «turistas» podían contemplar una placa conmemorativa en honor de los 4 millones de judíos y otras víctimas allí asesinadas. Se suponía que una fracción importante de esa cifra formaba parte de los 6 millones de hebreos que, en total, los nazis habrían exterminado a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. Pero ocurrió que…

Ya en los años sesenta empezaron a suceder cosas bastante extrañas por lo que respecta al holocausto. Por ejemplo, ocurrió que las autoridades académicas oficiales reconocieran que los campos situados dentro de las fronteras de Alemania no habían sido de exterminio, sino meros campos de concentración/trabajo; que en ellos no se habían utilizado cámaras de gas para matar prisioneros ni hornos crematorios para eliminar los cuerpos de las víctimas. Sitios como Dachau, tan emblemáticos en el juicio de Nüremberg y donde los aliados habían asesinado a toda la guardia del establecimiento sin mediar investigación ni juicio alguno en el mismo momento de liberarlo, resultaba ahora que no eran campos de exterminio. Nunca hubo cámaras de gas homicidas en Dachau. Martin Broszat (Instituto de Historia Contemporánea de Munich): Keine Vergasung in Dachau (Die Zeit, 19 de agosto de 1960, p. 16). Las montañas de cadáveres que encontraron allí los «liberadores» eran en su mayor parte víctimas del tifus, una enfermedad provocada por la situación de descoyuntamiento de Alemania como consecuencia de… los bombardeos angloamericanos de exterminio contra la población civil alemana. ¿Se juzgaría a los soldados americanos que masacraron a los vigilantes desarmados de Dachau? Por supuesto que no.

La segunda placa de Auschwitz, tras la caída del Muro, donde se rebaja de 4 millones a 1,5 millones el número de víctimas en ese campo.

En cualquier caso, en la nueva versión, los verdaderos campos de exterminio sólo habrían existido en la Polonia dominada por los nazis que, casualmente, en aquéllos momentos quedaba al otro lado del Telón de Acero. Imposible hacer comprobaciones. Y la credibilidad del régimen que había acusado en falso a los alemanes de la masacre de Katyn no invitaba precisamente a la confianza en su testimonio. Como prueba se mostraba una presunta cámara de gas de Auschwitz que, según ha sido reconocido expresamente por las propias autoridades del museo, es sólo una «reconstrucción» realizada a posteriori con fines «pedagógicos», algo que conviene ocultar a los turistas porque no sería «comprendido»:

«De momento, se lo deja tal como está y no se le indica nada al visitante. Es demasiado complicado. Ya veremos más tarde» (Krystina Olesky, directora del Museo de Auschwitz, en Eric Conan: «Auschwitz, la mémoire du mal», «L’Express», 19-25 de enero de 1995, p. 68).

No obstante, pese al fraude, ¿no disponíamos de los diarios de Rudolf Höss, el máximo responsable alemán del campo, quien habría «confesado» el holocausto e incluso «confesó» la existencia de campos de los que no se ha tenido ninguna noticia posterior? Lamentablemente, los vencedores se abstuvieron de practicar pericial alguna en los cadáveres hallados en Auschwitz. Y no se sabe por qué motivo procesal, siendo así que los restos de gas inviscerados en los huesos de los asesinados habrían probado la verdad de la Shoah de manera concluyente…  Ahora bien, ¿qué probaría, por el contrario, la ausencia de Zyklon B en los restos de las víctimas? Los fiscales de Nüremberg prefirieron, prudentemente, basarse en testimonios, harto más controlables, de los reclusos y de sus vigilantes. Los primeros eran literalmente fantásticos y ni siquiera hablaban de cámaras de gas, sino de bebés quemados vivos en zanjas y geiseres de sangre… !Pensemos en todos los testigos que juraron haber visto las cámaras de Dachau o Buchenwald «con sus propios ojos»! Incluso el sacerdote del holocausto, Elie Wiesel, en su clásico La nuit, omitió hablar de gas en la primera edición de la obra. Fueron las ediciones sucesivas las que introdujeron, sin enrojecer de vergüenza, los cambios «oportunos» a efectos de que concordaran el relato oficial y la narración novelesca de «víctima» tan importante.

Los testimonios de las víctimas se habían mostrado poco fiables, por no decir simplemente falsos, en repetidas ocasiones. Para que la historia manipulada del holocausto ostentara cierta credibilidad, debían «obtenerse», en fin, testimonios «aplastantes» de los propios perpetradores. Y se consiguieron, !cómo no! La cuestión es de qué manera. Un libro relata las memorias de uno de los soldados que detuvieron a Höss y explica la forma en que se le iban a extraer las deseadas piezas de convicción judiciales de los «campos de la muerte». En la actualidad, sabemos que los EEUU utilizan la tortura de forma sistemática y que en la Segunda Guerra Mundial los simpáticos ingleses bebedores de té torturaban, también sistemáticamente (y aunque nada digan de ello las películas de Hollywood), a cualquier prisionero alemán al que el mando militar británico considerara oportuno reventar los testículos a patadas. ¿Cómo no iban a torturar a los responsables de los campos de concentración si de ello dependía la justificación moral de la guerra más colosal de la historia?

Por si fuera poco, el fin del comunismo trajo consigo un nuevo y significativo cambio, esta vez en la placa que conmemoraba las víctimas de Auschwitz. Se retiró la vieja y se colgó una nueva. Ahora ya no eran 4 millones los asesinados en Auschwitz, sino 1,5 millones. ¿Qué pasó con los otros 2,5 millones y con el testimonio de Höss, quien «corroboraba» (a puñetazos y con toda su familia amenazada de muerte en manos de los comunistas) la cifra declarada ahora no válida? De acuerdo con la matemática más elemental, cuando a seis millones se le restan 2,5 millones, el resultado son 3,5 millones. Y si es cierto que los 4 millones quizá se referían al total de víctimas, no sólo a las judías, lo que no puede pretenderse es que entre esos 4 millones «hinchados» no había ni una sola víctima judía y que, por tanto, la sustracción de 2,5 millones no afecta en nada al cómputo total de víctimas hebreas. Pero la cifra oficial, que no es racional, sino mítica, se mantiene contra toda lógica, impávida, congelada, en los 6 millones. Ha nacido una nueva fe, una religión cívica universal del judío-víctima-singular. Oremos.

Se sigue mostrando la cámara de gas de Dachau como «monumento del horror» mientras, al mismo tiempo, se ha reconocido ya que era una cámara de desinsectación. ¿Cabe interpretar que matar niños alemanes quemándolos vivos con substancias combustibles expresamente diseñadas a tal efecto era menos horroroso que desinsectar a los prisioneros para combatir el tifus? 

LOS ALIADOS EXTERMINARON A 13 MILLONES DE CIVILES ALEMANES

Los móviles políticos del mayor fraude de la historia

Evidentemente, de todas las consideraciones anteriores, que son ya conocidas por los que se han molestado en investigar el tema, no podría concluirse que nunca existió una persecución nazi de los judíos, que los judíos no fueron deportados e  internados en campos de concentración, que millones de ellos no fueron asesinados o perecieron en dichos campos a consecuencia de las condiciones de vida, los abusos, la explotación, el homicidio deliberado y el caos generado en 1945 por la derrota de Alemania. Tampoco se puede concluir que el régimen nazi no abogara por una ideología racista incompatible con los derechos humanos y que, como dictadura totalitaria, no vulnerara los principios democráticos más básicos. Mucho menos se puede concluir que, a tenor de la manipulación existente en el tema del holocausto, el régimen de Hitler quedaría moralmente legitimado incluso aceptando los crímenes contra la humanidad que realmente perpetró y que ni siquiera los revisionistas más acérrimos se atreven a negar, como por ejemplo las masacres de los Einsatzgruppen en Rusia y el inhumano trato dado a los prisioneros de guerra soviéticos, con 3 millones de víctimas (un trato peor, incluso, que el dado a los militares alemanes cautivos por los propios soviéticos, con 1,5 millones de víctimas). En suma, si se trataba de «condenar» a Hitler, no hacía falta el relato manipulado del holocausto, sino una simple descripción objetiva de lo sucedido en Alemania entre los años 1933 y 1945. El problema empieza cuando aplicamos a los aliados occidentales y al comunismo el mismo rasero moral y jurídico que al nacionalsocialismo.

El III Reich sería responsable, por activa y por pasiva, de gravísimas e insoslayables vulneraciones de los derechos humanos. El régimen de Hitler —¿y el nacionalsocialismo como ideología?— no podría ser objeto de redención posible aunque se revisara la historia y cesaran las exageraciones. Esto debería quedar muy claro. Pero, por la misma regla de tres, deberíamos condenar no sólo el comunismo de Stalin, el comunismo de Lenin, Mao y de la mayoría de los regímenes marxista-leninistas de la historia, sino el régimen de Churchill que provocó el holocausto con sus ataques terroristas a la población civil alemana, el régimen de Roosevelt que diseñó la bomba atómica y la arrojó sobre los civiles japoneses en Hiroshima y Nagasaki, el entero imperio colonial británico, con decenas de genocidios masivos, el modélico sistema político estadounidense, que ordenó en un Congreso el exterminio de los pobladores autóctonos de América del Norte y luego instituyó la esclavitud negra… Por otra parte, en segundo lugar, no pueden hacerse extensivos los abusos del III Reich al fascismo como tal. El régimen de Mussolini no cometió genocidio alguno, y aunque se le puedan reprochar actuaciones criminales de lesa humanidad en Cirenaica y Etiopía, tales hechos no convierten al fascismo per se en una «ideología exterminadora», como se pretende al asimilarla y reducirla al presunto «mal absoluto» encarnado por Hitler. Ahora bien, la existencia de un fascismo no genocida era especialmente peligrosa, desde el punto de vista ideológico, para los vencedores del conflicto, siempre que situemos este hecho en el contexto iluminador de una guerra que se había legitimado como cruzada en defensa de la democracia, los derechos humanos y la civilización frente a la barbarie fascista.

¿Por qué hubo, en definitiva, que construir la industria del Holocausto, si se trataba sólo de condenar el nazismo? No vamos a repetir aquí las razones explicadas ya por Norman Finkelstein, que son ciertas pero que se quedan muy, muy cortas, frente a la tozuda y escandalosa realidad. El problema era, para los vencedores, triple: 1/ la existencia de regímenes fascistas no genocidas, que podían de alguna manera declararse inocentes y resucitar ideológicamente el fascismo a pesar de tratarse de dictaduras, pues ni siquiera éstas llegaban a categoría de genuinos totalitarismos; 2/ la presencia, entre los vencedores, de auténticos totalitarismos (la Unión Soviética) que superaban incluso al régimen de Hitler por lo que respecta al control estatal-policial de la sociedad civil; 3/ la evidencia de que dichas dictaduras eran genocidas y que, con millones de víctimas a sus espaldas (como poco 13 millones de víctimas del comunismo antes de que empezara el holocausto, cualquiera que haya sido la dimensión, sentido y alcance del mismo), iban a presentarse en el juicio de Nüremberg en calidad de fiscales; 3/ los crímenes genocidas perpetrados por los vencedores contra el pueblo alemán y el plan de exterminio que se desarrolló entre la publicación del libro de Kaufmann en 1941 y la consumación del plan Morgenthau en 1947, por no hablar de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki; 4/ las exigencias de la ultraderecha judía y sionista por lo que respecta a un motivo incontestable que justificara la fundación en Palestina del Estado de Israel, reclamación que implicaba la perpetración impune, contra los palestinos, de crímenes de lesa humanidad comparables a los de III Reich.

Civiles alemanes quemados vivos por los bombardeos terroristas ingleses antes de que comenzara el holocausto (¿y que lo provocaron?).

En suma, eran los propios genocidios, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial los que obligaron a concebir y ejecutar un montaje propagandístico que situara el nacionalsocialismo, en términos de criminalidad, muy por encima de las mencionadas atrocidades «democráticas» y «progresistas». Puesto que las vulneraciones penales de los nazis eran, pese a su tremenda magnitud, ponderables frente a los crímenes cósmicos imputables a los vencedores, unos hechos éstos que, además, debían ignorarse, silenciarse y minimizarse para burlar la ley, hubo que inventar un auténtico relato de terror que permitiera identificar al fascismo en su conjunto con el «mal absoluto». Frente a ese ente diabólico de carácter quimérico, incluso los 100 millones de víctimas del comunismo quedaban convertidos en anécdota y no merecían ni siquiera un juicio, máxime cuando esas víctimas habían sido acusadas de «fascistas». En efecto: !un fascista no puede ser víctima, es siempre culpable por el simple hecho de existir! No digamos ya los 13 millones de civiles y prisioneros alemanes exterminados por los «adalides de los derechos humanos». Los alemanes, supuestamente culpables por partida doble, como fascistas y como teutones, del mayor crimen de la historia humana, fueron masacrados sin que las autoridades «democráticas» (¿?) pestañearan un segundo en memoria de los valores humanitarios que decían defender. Una evidencia que sólo ahora empieza a salir a la luz, con cuentagotas y cifras de víctimas rebajadas que, presumiblemente, irán creciendo a medida que, simultáneamente, se contraigan las de «el Holocausto» (Finkelstein).

«Todo lo bueno viene de arriba»: apología sionista, con bandera israelí incluida, del bombardeo de Dresden.

Por tanto, la finalidad del relato manipulado de Auschwitz ha sido y es el siguiente: que los mayores asesinos de la historia disfruten no sólo de total impunidad por sus crímenes, sino que pasen a convertirse en la «encarnación» política y casi «física» del progreso, la democracia y los derechos humanos. Para lograr tan abominable fin los susodichos canallas han tenido que falsificar los hechos, engañar, amenazar, torturar, asesinar incluso a ciudadanos molestos, intoxicando a la población europea durante décadas con propaganda basada en puras mentiras conscientes. En una palabra, han prostituido los «valores humanitarios» hasta extremos que no permiten ya distinguir el régimen oligárquico imperante en el mundo de una dictadura totalitaria como aquélla, la «teutona», que empero no dejará nunca de denostar la filmografía de Hollywood como ejemplo de «lo perverso» por excelencia. !Pero la perversión anida precisamente en Hollywood e inspira desde el principio su empresa de adoctrinamiento global!

La democracia y los derechos humanos: justamente eso es lo que quedaba por hacer y lo que nosotros nos habíamos tomado en serio. A tal efecto habría que derrocar a los oligarcas. Sería menester restaurar la realidad histórica, la decencia moral y la justicia jurídica. Pero no para «blanquear el fascismo», no para combatir los déficits democráticos con una nueva dictadura, sino para exigir e institucionalizar una genuina democracia (que no se puede confundir con el régimen liberal actual). La historia no ha hecho más que empezar porque se detuvo, congelada, en 1945. Durante sesenta años la oligarquía transnacional nos lavó el cerebro. No sabemos, no podemos saber lo que fue en realidad el nacionalsocialismo, ese sistema político tan odiado, el más odiado —¿adivinan el porqué?— por los mayores criminales de la historia. Pero ese tiempo ya pasó. El tren de la humanidad se ha puesto de nuevo en marcha. Es necesario acabar de una vez por todas con el actual sistema de dominación basado en el control de la información, porque, de lo contrario, no los «nazis», sino los sionistas, acabarán con la vida civilizada en este planeta. !La lucha ha comenzado! Nuestra arma más importante es la verdad, que implica el rechazo de la violencia: la misma verdad en tanto que imperativo ético de objetividad que ya aparece tímidamente en éste y en muchos otros sitios de internet, a lo largo y ancho de la red. Debemos, en fin, organizarnos para un combate espiritual que no necesita de metralletas, sino sólo del férreo compromiso sagrado de mantenerse fiel al mandato de la verdad del ser (Martin Heidegger); y no otra cosa significa el proyecto nacional-revolucionario de una sociedad democrática fundada en la ética pública de veracidad a toda costa, en la norma de no mentir jamás aunque no nos guste aquéllo que, en cada caso, como éste de Auschwitz, sea menester «desocultar».

Jaume Farrerons

Figueres, la Marca Hispànica, 29 de diciembre de 2010

Fuente: https://nacional-revolucionario.blogspot.com/2010/12/las-dos-placas.html

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