EL MITO DE LA CULPABILIDAD ALEMANA (Jaume Farrerons)
PROPAGANDA DE GUERRA E HISTORIA CIENTÍFICA. Reproducimos a continuación, íntegro y sin cambios, un artículo de PhD Jaume Farrerons publicado en FILOSOFÍA CRÍTICA el 20 de mayo de 2012. Su argumentación refuta el mito propagandístico —que pretende hacerse pasar por historiografía en los medios de comunicación de masas, la (des)memoria histórica institucionalizada y la «cultura» del entretenimiento— según el cual los alemanes fueron los responsables de la salvaje destrucción de sus propias ciudades, por cuanto los aliados se limitaron a hacer justicia infinita ante una agresión previa y a castigar la infamia de «el Holocausto». En realidad, la agresión masiva e indiscriminada a civiles europeos —«guerra total»— empezó ya en la Primera Guerra Mundial con el ilegal bloqueo británico de los puertos alemanes. Sin embargo, de ese programa genocida —que vulneraba los preceptos vigentes en materia de restricción de la libre circulación naval por motivos bélicos— sólo se recuerdan las represalias alemanas, a saber, la guerra submarina. Que una descarada propaganda de guerra se haya perpetuado, gracias a Hollywood, la «cultura» y el periodismo de las presstitutas profesionales —por no hablar de los políticos y los «intelectuales» del sistema oligárquico—, hasta un siglo después de los hechos y a despecho de la evidencia historiográfica, es un indicio más, entre muchos otros, de que la presunta «democracia» liberal occidental constituye una ficción que encubre horrendas realidades oligárquicas. El sistema vive de la mentira, luchar contra el sistema significa comprometerse con la verdad hasta las últimas consecuencias.
¿POR QUÉ TODOS LOS GENOCIDIOS NO PUEDEN SER MEDIDOS POR EL MISMO RASERO QUE EL HOLOCAUSTO?
EL MAYOR GENOCIDIO DE LA HISTORIA (6). EL MITO DE LA PRESUNTA CULPABILIDAD ALEMANA
Jaume Farrerons
Fuente: https://nacional-revolucionario.blogspot.com/2012/05/el-mayor-genocidio-de-la-historia-6-la.html
Se ha difundido el mito de que los alemanes “bombardearon Londres” y sólo el contraataque británico arrasó las ciudades alemanas. El contexto general interpretativo de la culpabilidad alemana considérase poco menos que un postulado indiscutible. Sobre esto conviene aclarar: 1/ los ingleses bombardearon Berlín y decenas de ciudades alemanas antes de que los alemanes bombardearan Londres o Coventry en represalia, y éstos son hechos completamente probados que ni siquiera los historiadores ingleses niegan, aunque la prensa, la literatura y el cine acostumbren a reproducir las habituales fábulas exoneradoras para el consumo de masas; 2/ los ingleses no se limitaron a bombardear ciudades, sino que, de acuerdo con un plan concebido ya entreguerras, pretendían el exterminio masivo de civiles y diseñaron sus actuaciones, incluso por lo que respecta a la ingeniería del armamento, con este fin, mientras que los alemanes, cuando en 1940 y 1941 actuaron en respuesta a los ataques ingleses, se sirvieron de armamento convencional para destruir instalaciones, no para quemar vivos en sus casas a millones de civiles. Respecto a la primera cuestión, apelamos a las obras de Nicholson Baker Humo Humano. Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial y el fin de la civilización (2009) y Geoffrey Regan Guerras, políticos y mentiras (2006). Baker cita a James Spaight, secretario del Ministerio del aire y teórico del bombardeo estratégico (Baker, 165):
«Empezamos a bombardear objetivos en tierra alemana antes de que los alemanes empezaran a bombardear objetivos en tierra británica.»
Se puede incluso fijar la fecha exacta en que los ingleses decidieron iniciar ataques aéreos sistemáticos a ciudades: el 15 de mayo de 1940. Las dudas sobre la posible respuesta alemana se consideraron de manera expresa (Baker, p. 169):
Hugh Dowding, jefe del Mando de Caza, dijo que Inglaterra no debía desistir de su propósito por temor a sufrir ataques de represalia. Estos ataques “forzosamente se producirán tarde o temprano”. Churchill se mostró de acuerdo. “Debemos contar con que este país será atacado como respuesta”, dijo.
Hasta el 29 de septiembre de 1941, estos ataques no se articularon en forma de un verdadero plan de exterminio. Baker describe, empero, los tempranos métodos de terror de la aviación británica ya en junio de 1940:
Arrojaron bombas sobre Düsseldorf cuando la gente salía de los refugios para sofocar los incendios. En Münster y Wertheim la RAF iluminó partes de la ciudad y luego voló bajo y ametralló a los bomberos. “Un odio intenso a Inglaterra se está concentrando –informó el servicio de sondeos de opinión de Ohlendorf- y pide venganza una y otra vez”.
En un memorándum a Max Beaverbrook con fecha de 8 de junio de 1940, Churchill expone sus planes para vencer a Hitler en términos que despiertan una duda razonable sobre quién es quién en esta manoseada película de “el bien contra el mal” que estamos tan acostumbrados a contemplar desde la comodidad del más repugnante fariseísmo moral:
“Pero hay una cosa que le hará volver y provocará su caída –escribió Churchill-, y esa cosa es un ataque absolutamente devastador y exterminador contra la patria nazi a cargo de bombarderos muy pesados (…).”
El 19 de julio de 1940, Hitler presentó una propuesta de paz a Inglaterra, país al que no consideraba un enemigo político ni militar, siendo así que el objetivo de Hitler era la expansión hacia el Este. Los ingleses habían sido derrotados en tierra y Francia yacía ocupada. La respuesta inglesa fue plantear un ataque aéreo a Berlín; así, el reconocido sádico Charles Portal escribe (Baker, p. 198):
“El primer ministro preguntó qué se podía hacer en relación con bombardear Berlín, y le di la fecha del 1 de septiembre”.
Portal, uno de los máximos responsables del bombardeo estratégico, había sido descrito como una personalidad “cruel” en la propia prensa inglesa incluso antes de ocupar el cargo de carnicero aéreo que le haría tristemente famoso. En agosto de 1940, la RAF bombardeó Hamburgo, Hannover, Münich… La prensa alemana, por ejemplo el “Zeitung” de Bremen, clamaba que “Gran Bretaña pierde su honor”. De hecho, Churchill estaba “provocando” desesperadamente a los nazis, siendo así que las ofertas de paz de Hitler habían encontrado mucho eco entre la población inglesa. Churchill estaba preocupado porque el pueblo inglés no odiaba a los alemanes todo lo que él deseaba y parecía necesaria una “buena” masacre de ingleses para convertir a las gentes en cómplices vocacionales del plan de exterminio del pueblo alemán. Así que Churchill anhelaba una respuesta alemana que, de paso, indignara a los Estados Unidos y motivara a Washington para entrar en la guerra (Baker, p. 204):
Charles de Gaulle se encontraba en Chequers. Era agosto de 1940. Churchill estaba esperando el ataque aéreo de los alemanes y, según recordó De Gaulle más tarde, le resultaba difícil soportar la espera. Alzó los puños hacia el cielo. “¡No vienen!”, exclamó. “¿Tanta prisa tiene por ver sus ciudades reducidas a escombros?”, preguntó De Gaulle. “Verá usted, el bombardeo de Oxford, Coventry, Canterbury, provocará una oleada de indignación tan grande en Estados Unidos ¡que entrará en la guerra!”, repuso Churchill.
Obsérvese el empleo de la palabra indignación, que es aquí, en boca de Churchill, sinónimo de manipulación. De manera que, mientras soñaba con la destrucción de Coventry, hecho que finalmente se produjo el 14 de noviembre de 1940 tras las insistentes ofertas de paz alemanas, Churchill era capaz de vociferar por radio contra Hitler con la habitual retórica humanitaria de los aliados en la guerra de Iraq (Baker, p. 212):
Ese hombre malvado, depositario y encarnación de muchas formas de odios desmoralizadores, este fruto monstruoso de viejas injusticias y vergüenzas, ha decidido ahora tratar de acabar con la famosa raza de nuestra isla mediante un proceso de matanza y destrucción indiscriminada.
Mientras Churchill deseaba y planeaba la matanza, acusaba a Hitler de provocarla. El estadista inglés actuaba como un psicópata. Los historiadores han demostrado y es en la actualidad una evidencia totalmente indiscutida, que Inglaterra se preparaba para este tipo de enfoque genocida de las acciones bélicas ya desde antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, la aviación alemana, según Reagan, no estaba concebida para exterminar poblaciones en masa, sino para el mero apoyo táctico a las fuerzas terrestres (Regan, p. 36):
¿Tenían los alemanes una extensa flota de bombarderos de largo alcance? No, no disponían de ningún bombardero cuatrimotor ni planeaban construirlos. Su fuerza estaba en la aviación de apoyo a las fuerzas de tierra –los Stuka- y en los rápidos y modernos cazas Me-109, con los que contaba enfrentarse a los bombarderos británicos.
Esta información ha sido confirmada por diversas fuentes; citaremos aquí el exhaustivo ensayo de Jörg Friedrich El incendio, al que ya nos hemos referido en otras ocasiones en este blog (Friedrich, p. 66):
La doctrina de Trenchard se inspiraba en la estrategia de minar la moral del enemigo a base de borrar sus ciudades. Las fuerzas aéreas alemanas no estaban adaptadas a este tipo de operaciones, más bien constituían un apoyo táctico: despejaban el camino a otras unidades y mantenían viva la ofensiva terrestre.
Conclusión de Friedrich (p. 63):
El giro que se produjo en 1940 no pretendía luchar contra un ejército enemigo, sino contra sus poblaciones civiles, contra sus ciudades. A diferencia de lo que había sucedido en Varsovia y Rotterdam, no se trataba de una medida tomada en la guerra, sino de la llave de todo el conflicto, la estrategia.
Los alemanes podían bombardear los emplazamientos militares e industriales de las ciudades enemigas, en ocasiones con dureza y absoluta falta de escrúpulos, pero no concebían dichos bombardeos aéreos como un medio para asesinar en masa a 15 millones de civiles dentro de un plan general de exterminio de la población. Véase, según Wikipedia, el caso de Rotterdam, en mayo de 1940:
El General Schmidt ordenó un atraso del ataque a las 16:20 y solicitó al Jefe de la Guarnición de Róterdam el Coronel Scharroo iniciar las negociaciones para rendir a la ciudad antes del ataque que inicialmente iba a empezar a las 13:20. Scharroo rehusó negociar y envió a un mensajero a dar la noticia a Schmidt, el mensajero no había llegado todavía cuando se inició el bombardeo a la hora originalmente planificada. Unos 90 bombarderos arrojaron su mortal carga, de los cuales 57 arrojaron todas su bombas sobre la ciudad. Se desconoce por qué se ignoró la orden de Schmidt de atrasar el ataque. Se estima que unas mil personas murieron, otras 70 mil se quedaron sin hogar. Casi 25.000 casas, 2.320 tiendas, 775 galpones, 63 escuelas y 24 iglesias fueron destruidas. El antiguo centro de la ciudad fue barrido por el fuego. Inmediatamente, el gobierno holandés se rindió para evitar que se bombardearan más ciudades holandesas.
Hoy sabemos que el bombardeo se debió a un problema de coordinación logística entre quienes estaban negociando la rendición y el mando alemán.[1] En consecuencia, puede afirmarse que, a diferencia de los alemanes, los dirigentes británicos contaban desde el principio con derrotar a Alemania cometiendo no sólo ocasionales “excesos”, sino recurriendo a los crímenes de guerra de manera sistemática. Inglaterra nunca esperó vencer al ejército alemán en un enfrentamiento tradicional entre militares en un campo de batalla , algo que –quizá no erróneamente- consideraban imposible a tenor de la probada eficiencia y elevada motivación moral del adversario. El proyecto estratégico de Londres no fue otro que el crimen de guerra (Regan, pp. 33-43). Dicha atrocidad previamente planificada se consumó en 1940-1945 y la pretensión de que “los alemanes empezaron” debe ser desestimada (Regan, p. 38):
El supuesto objetivo británico de liberar a los pueblos oprimidos de Europa era absolutamente loable, pero ¿acaso la estrategia de bombardeos civiles –que apuntaba expresamente contra las vidas y la propiedad del pueblo alemán, más que contra el potencial militar de la Alemania nazi- quedó muy alejado del genocidio?
Inglaterra declaró la guerra a Alemania en 1939 y acto seguido diseñó un plan de exterminio del pueblo alemán que había sido rumiado a lo largo de décadas de germanofobia y que el propio Churchill ya había ensayado con el bloqueo naval durante y después de la Gran Guerra (1914-1919). Una verdad difícil de digerir pero tan cierta como los hechos científicamente verificables a pesar de todos los cuentos infantiles evacuados regularmente por Hollywood. Por otro lado, nadie ha dudado nunca de la sinceridad de las propuestas de paz de Hitler a Inglaterra. Tanto es así, que el principal problema de Churchill fue, como hemos visto, indignar a los alemanes para que respondieran con una virulenta represalia aérea antes de que el pueblo británico forzara a sus dirigentes a aceptar dichas iniciativas (que explican el famoso vuelo de Hess). El propio Hitler se refiere a esas provocaciones en su discurso de Munich del 8 de noviembre de 1940 (Baker, p. 227):
«Esperé ocho días. Arrojaron bombas sobre la gente del Rin. Arrojaron bombas sobre la gente de Westfalia. Esperé otros catorce días. Pensé que ese hombre estaba loco. Estaba haciendo una guerra que sólo podía destruir a Inglaterra. Esperé más de tres meses, pero luego di la orden. Presentaré batalla».
La respuesta británica a este discurso de Hitler fue atacar Munich. Así pues, los nazis estuvieron tres meses soportando los ataques aéreos ingleses a la población civil alemana mientras presentaban propuestas de paz a Londres. Intentos que Churchill arrojaba inmediatamente a la papelera ignorando la voluntad pacífica del pueblo británico; todo ello con el fin de que los alemanes, indignados, arrasaran alguna ciudad inglesa en venganza por las premeditadas fechorías de la RAF. Cuando esto sucediera, Churchill podría poner en marcha aquello que más anhelaba su “humanitario” corazón de demócrata: el plan de exterminio contra los “hunos” (ancianos, mujeres y niños no combatientes), aunque, por supuesto, no solo, sino contando siempre con la inestimable ayuda de Washington. De ahí que, cuando finalmente los alemanes arrasaron Coventry el 14 de noviembre de 1940, Churchill, a pesar de disponer de información suficiente para evacuar a la población, no lo hizo, siendo así que, como él mismo había confesado ante De Gaulle, necesitaba material de propaganda antinazi con que incitar a los americanos a apoyar la causa genocida de la oligarquía trasnacional a la cual ya entonces servía el criminal mandatario británico:
«Nadie llamó a Coventry para avisar a sus habitantes de que en cuestión de unas horas sufrirían un ataque a gran escala a cargo de centenares de aviones. No se dio parte al Cuerpo de Bomberos; no se dio parte al alcalde; no se dio parte al servicio de ambulancias. Veinte minutos antes de que cayeran las bombas, un equipo antiaéreo de la ciudad recibió un mensaje: “Se espera un gran ataque a Coventry esta noche”».
El gobierno de Londres conocía la existencia del ataque desde hacía dos días. En suma: el repugnante sádico Churchill, y sus no menos sádicos ayudantes Portal, Harris, Trenchard y demás “demócratas”, no sólo sacrificaron a millones de civiles alemanes inocentes, sino también a su propio pueblo, al que Churchill engañó y manipuló para abusar de su “indignación” en la perpetración de un crimen de masas racista contra los “hunos”; genocidio premeditado que en Londres muchos habían acariciado desde finales del siglo XIX como la gran oportunidad para poner fuera de combate, de una vez por todas, a un rival económico y político temible: Alemania. El ataque británico a las ciudades alemanas respondía también, por tanto, a un imperativo político: evitar la paz a cualquier precio. ¡Qué extraña sonará esta verdad a los oídos de los ciudadanos occidentales lobotomizados a lo largo de décadas! Churchill quiso la guerra para poder aplicar en Alemania un plan de exterminio de población civil con la ayuda de los Estados Unidos y Stalin. Las élites inglesas temían desde hacía décadas el desarrollo industrial y científico alemán, que amenazaba la hegemonía comercial de un ya declinante imperio británico. En Francia el desarrollo alemán despertaba una mezcla de envidia y pavor. La destrucción de Alemania era una de las obsesiones de Londres y París, como la destrucción de Iraq (o Irán) una de las manías paranoico-talmúdicas de Tel Aviv. Había que exterminar a los alemanes, a la población alemana, cuya pujanza demográfica constituía uno de los factores explicativos del creciente poderío del Estado alemán unificado por Bismarck.
Miente Sebald cuando equipara los ataques aéreos alemanes a Rotterdam, Varsovia, Belgrado y otras localidades (actuaciones por lo demás brutales y que no pretendemos justificar) con bombardeos cuya finalidad expresa es exterminar al máximo número de civiles quemándolos vivos en el contexto de un plan genocida. Para el gobierno de Londres, las ciudades alemanas no eran objetivos militares, sino terroristas. Con dichos ataques se pretendía, sobre el papel, que la población así castigada por la guerra se alzara contra Hitler, sin embargo, los bombardeos no cesaron al comprobar el alto mando inglés que el efecto era exactamente el contrario al supuestamente esperado. Y los ataques continuaron, con mayor virulencia si cabe, cuando Alemania había sido ya vencida. ¿Por qué prosiguieron los bombardeos en la primavera de 1945? Porque el objeto de esos ataques no era militar y ni siquiera político, sino que, desde el principio, se trataba de «matar al máximo número de alemanes». No es menester buscar nada más complicado que este elemental afán basado en el odio racial contra los “hunos”. En consecuencia, estamos ante un plan de exterminio y un genocidio en toda regla. Y, por si quedaban dudas, éste se consumó (plan Morgenthau, expulsión y masacre de los alemanes del Este, asesinato de 1 millón de prisioneros desarmados, etc.) después del cese de las hostilidades, como el libro de Macdonough ilustra a pesar de sus paños calientes pro-occidentales.
El genocidio del pueblo alemán como causa del nazismo y del holocausto
Pero además, conviene consignar aquí un hecho que se sitúa antes de cualquier secuencia cronológica de la Segunda Guerra Mundial y que explica tanto el nacimiento del nazismo como la reacción de los alemanes, especialmente los de ideología nazi, ante la amenaza de genocidio formulada por Theodore N. Kaufman y puesta en práctica inmediatamente por los aliados, y es el bloqueo marítimo de la Primera Guerra Mundial, al que ya nos hemos referido en otras ocasiones pero del que ahora conviene extraer las últimas consecuencias. La obra más conocida que se ocupa del caso es The Politics of Hunger (1985), de C. Paul Vincent. A este libro se refiere Geoffrey Regan en su Guerras, políticos y mentiras. Cómo nos engañan manipulando el pasado y el presente (2004) (Regan, p. 29):
La deliberada y calculada “política de hambre” que empleó el gobierno británico durante la primera guerra mundial apuntaba directamente contra los civiles de las Potencias Centrales. Entre 1914 y 1929 el bloqueo naval fue la estrategia preferida de la Marina Real británica. (…) El primer lord del almirantazgo Winston Churchill admitió de buen grado que la marina británica aspiraba a “matar de hambre a toda a población alemana –hombres, mujeres y niños, jóvenes y ancianos, heridos y sanos- hasta la rendición”. / El bloqueo naval fue un crimen de guerra que violaba la convención de La Haya de 1907, que solamente consideraba como “contrabando” inaceptable el transporte de alimentos cuando este iba dirigido al personal militar enemigo, no a los civiles.
Como es sabido, Alemania recurrió a la guerra submarina para responder al bloqueo ilegal de su país, hecho por el cual Alemania ha sido acusada de perversidad a pesar de que en varias ocasiones ofreció renunciar a dicha arma siempre que Inglaterra levantara el criminal bloqueo. La respuesta de Estados Unidos a las actuaciones británicas sería acusar a los alemanes por su crueldad y, en cambio, justificar un bloqueo ilegal (Regan, p. 29):
Cuando Alemania contraatacó enfrentándose a Gran Bretaña con la campaña submarina, alegó ante los países neutrales más importantes –sobre todo Estados Unidos- que la Marina Real estaba estrangulando progresivamente la población civil. Sin embargo, las quejas alemanas fueron barridas del escenario por el coronel House –el consejero del presidente Woodrow Wilson- con el curioso razonamiento de que “Inglaterra no está ejerciendo su poder de ninguna forma censurable, ya que está dirigida por una democracia”.
Con ello quedaba quizá consagrado el principio, hoy indiscutible ya al parecer, de que las “democracias” pueden perpetrar genocidios y, por ende, que no se distinguen moralmente de las dictaduras, aldabonazo que debió de resonar muy hondo en el subconsciente de los alemanes. Sin embargo, las fechorías de la «democracia» más antigua del mundo (excepción hecha de Cataluña) no concluyeron con el bloqueo, sino que pasaron de crimen de guerra a genocidio cuando Alemania se rindió y, sin embargo, el bloqueo fue mantenido por las autoridades aliadas, sobre todo a instigación de Francia (Regan, p. 31):
Cientos de millares de civiles alemanes estaban siendo asesinados por los hombres de Estado del bando aliado, a pesar de que la guerra ya había concluido.
Las víctimas del bloqueo ascienden a 800.000 personas, pero además abortó un millón de nacimientos, algo que sólo podía ser deliberadamente buscado por una política que pretendía asesinar al máximo número de “teutones” posible. Dichas cifras han quedado convalidadas por la investigación histórica (Regan, p. 31):
Con posterioridad a la guerra se ha calculado que el bloqueo naval británico se cobró un coste de por lo menos ochocientas mil vidas civiles, y frustró más de un millón de nacimientos. Además, el número de alemanes hambrientos que murió durante la epidemia de gripe fue un 250 por 100 superior al de británicos. (…) Se multiplicaron los suicidios entre la población femenina e infantil, y en todas partes se respiraba el olor de la carne podrida de cuerpos aún vivos, como consecuencia de la desnutrición.
La pretensión de que “los alemanes empezaron” (Arendt, Sebald, Macdonough, Goldhagen y demás) queda literalmente pulverizada por la atroz evidencia de las actuaciones de los presuntos demócratas (!ya hemos tenido el «gusto» de conocer, en nuestra profesión, a estos demócratas!). El bloqueo naval mató la democracia en Alemania y, según Paul C. Vincent, explica la aparición de una generación de jóvenes que habrían roto con toda creencia en la validez de los valores “humanitarios” y “democráticos”, cuya “verdad” sufrieron en carne propia. Dichos jóvenes fueron, según C. Paul Vincent, los que se alistaron luego a las unidades de asalto de las organizaciones políticas nazis (Vincent, p. 162):
Whether one espouses the psychoanalytical argument that childhood deprivation fostered irrational behavior in adulthood or the physiological assertion that widespread malnutrition in childhood led to an impaired ability to think rationally in adulthood, the conclusion remains the same: the victimized youth of 1915-1920 were to become the most radical adherents of National Socialism.
La pregunta que podemos hacernos ahora es: ¿qué efecto psicológico y moral tuvo la amenaza de genocidio publicada en Estados Unidos el 28 de febrero de 1941, y puesta inmediatamente en práctica con los bombardeos terroristas contra civiles, para aquellos que ya habían conocido el bloqueo británico y se habían alistado en las SA como consecuencia de las atrocidades aliadas y del abusivo Tratado de Versalles? ¿Cómo se esperaba que iban a tratar a los prisioneros de los campos de concentración los “niños del hambre” de 1919 puestos otra vez en la situación de rememorar aquél horror gracias a las perversas acciones genocidas de gentes como Stalin, Kaufman, Morgenthau, Portal, Harris, Trenchard y Churchill?
El misterio de la Shoah queda, a mi entender, aclarado con ello en su sentido fundamental. Quienes afirman que el holocausto resulta, a la postre, un hecho incomprensible que nos muestra la evidencia del mal absoluto en los abismos del corazón humano (y otras monsergas), no son más que pseudo intelectuales falsarios haciendo méritos ante la opulenta oligarquía transnacional. La explicación de Auschwitz carece de misterios, excepto los que se hayan fabricado a base de suprimir incómodos elementos causales que estaban bien a la vista de los contemporáneos pero que, en la actualidad, es necesario reconstruir porque ponen en evidencia la incómoda verdad de las responsabilidades aliadas. Para decirlo con Sebald, pero invirtiendo los términos, los aliados, al final de la guerra, provocaron ese pogromo contra los judíos que fue Auschwitz. La necesidad de producir odio entre los “consumidores”, de generar el combustible psicológico de masas para la política “humanitaria” de exterminio, una disposición de ánimo poco coherente con el talante cotidiano de las sociedades de mercado, pasa de forma necesaria por diabolizar al adversario. Tanto mejor si éste comete atrocidades. Y si no las comete, habrá que provocarlo para que las cometa o inventarlas o exagerarlas con fines propagandísticos. Por lo que respecta a la mafia sionista, ocioso es subrayar que la intención de negociar con los muertos y construir un muro de victimización e impunidad entorno a esa ciudadela sitiada que habría de ser un día el Estado de Israel, convertía el holocausto en un negocio muy rentable. El antisemitismo ha sido siempre el revulsivo de la extrema derecha judía. Pero con Auschwitz dicho revulsivo alcanzaba el clímax de su expresión histórica. La responsabilidad de Londres, Moscú y Washington en los hechos, por activa y por pasiva, resulta así inmensa. ¿Esperaban los plutócratas y los comisarios bolcheviques que Hitler respetaría los derechos humanos de los presos en campos de concentración del Reich mientras los representantes de una lloriqueante “humanidad” de cocodrilos puritanos o brutales aparatchik vulneraban todas las normas de la sociedad civilizada? ¿Tenían que actuar los guardianes de los Konzentrationsläger como virtuosos de la ética kantiana después de contemplar los cadáveres incinerados de sus esposas y niños de pecho? ¿Se detuvieron canallas como Churchill a pensar en algún momento que las SS darían quizá a los judíos el mismo trato que sus aviadores daban a los civiles alemanes? ¿No era Alemania una “horrible dictadura”? ¿O acaso esperaban que Alemania respetase, haciendo honor al carácter de esa “horrible dictadura”, aquéllo que la propia Inglaterra no respetaba pretendiéndose una democracia harto pagada de sí misma? En el caso de los crímenes contra el pueblo alemán, el asesino afán occidental de «matar teutones» (o “hunos”), cuantos más mejor, cuanto más inocentes e indefensos, tanto mejor, una pulsión abominable que ya se detecta en la prolongación del bloqueo marítimo contra Alemania después del fin de la Primera Guerra Mundial, pertenece al orden, si no de los misterios, sí de la vergüenza ajena que en ocasiones produce el género humano. Pero en tanto no quepa separar la hambruna provocada por el mantenimiento genocida de dicho bloqueo una vez ya firmado el Tratado de Versalles y el estado de ánimo popular que alimentó, entre la gente alemana común, el ascenso del nazismo, entonces el argumento habitual de que “sí, pero los alemanes empezaron”, tendrá que ser desechado. Por cuanto Hitler personificaba ya a la sazón una consecuencia y no una mera causa. Y, claro, en 1942, la fatal respuesta nazi a Theodore N. Kaufman y sus secuaces del Bomber Command no podía ser otra que el holocausto. Esperar algo distinto resultaba cosa de ingenuos, pero Churchill y Roosevelt no eran precisamente ingenuos, luego quisieron el holocausto, y lo tuvieron. Ahora ya conocemos el porqué: su irreemplazable utilidad política al servicio de la oligarquía. Quisiera concluir este post con el testimonio de nada menos que Bertrand Russell, quien el 19 de octubre de 1945, una vez concluida la guerra, publicaba en el “Times” la siguiente protesta:
En la Europa del Este nuestros aliados están llevando a cabo deportaciones masivas sin precedentes, y se está perpetrando lo que al parecer es el intento deliberado de exterminar a muchos millones de alemanes, no en la cámara de gas, sino por la privación de sus hogares y alimentos, dejándolos morir en una hambruna creciente y agónica. Esto no se realiza como un acto de guerra, sino como una meditada política de “paz”.
En consecuencia, el proyecto de exterminio de Theodore N. Kaufman fue real y conocido desde el principio por los alemanes. Se concretó luego en el diseño técnico infernal del Bomber Command y finalmente en el plan Morgenthau. El nombre de dicho plan (Kaufman, Morgenthau…) resulta irrelevante, pues la idea en sí ya se detecta de alguna manera esbozada en los anales de una germanofobia franco-británica que se condensa en el referido bloqueo naval y resultaría, en consecuencia, muy anterior al nazismo. La pregunta: ¿hasta qué punto determinaron este plan Kaufman de exterminio de 1941, el plan del Bomber Command (29/9/1941), la bestialidad del bolchevismo y la experiencia de la hambruna genocida de 1919 el desencadenamiento final del holocausto en el país más civilizado del planeta? Esta sería, en suma, la pregunta a que una historiografía verdaderamente científica debería responder en los inicios del tercer milenio.
Jaume Farrerons
L’Escala, la Marca Hispànica, 20 de mayo de 2012
NOTAS
[1] Cfr. Paz, Fernando, Europa bajo los bombardeos. Los bombardeos aéreos en la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Altera, 2005.
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