«DENTRO DE CADA CRISTIANO HAY UN JUDÍO» ASEVERA LA MÁXIMA AUTORIDAD DOCTRINAL DE LA IGLESIA. El cristianismo es una secta judía devenida religión occidental, algo así como un judaísmo para gentiles o paganos de etnia no-hebrea. Lejos de hallarnos ante la afirmación polémica de un papa extravagante, infiltrado o traidor a la institución, la doctrina de la Iglesia católica explica y argumenta, fundamentándolo en sus Sagradas Escrituras —la Biblia—, el judaísmo de esta ideología, la cual, en sus inicios, era completamente extraña y hostil a la originaria Europa blanca. Para muestra, un botón del Catecismo (citamos según la versión española del Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Editores del Catecismo, Madrid, 1992): 

528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. Solemnidad de la Epifanía del Señor, Antífona del «Magnificat» en II Vísperas, LH), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «magos» venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos «magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los Judíos» (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas»(San León Magno, Sermones, 23: PL 54, 224B) y adquiere la israelitica dignitas (la dignidad israelítica) (Vigilia pascual, Oración después de la tercera lectura: Misal Romano). [Op. cit., pp. 123-124]. 

Uno lee el concepto racista y supremacista de israelitica dignitas con los ojos abiertos como platos. Pero conviene reconocer que el Papa del Catecismo —en este caso Juan Pablo II— muestra al menos tanto sentido del humor como el Papa progre Francisco I. En definitiva, el cristianismo entraña, como supuesto implícito —y desconocido las más de las veces por los propios creyentes—, el sometimiento de todas las naciones no-judías —incluida la española— a Israel. Cada vez que celebramos la fiesta de los Reyes Magos y —conviene insistir en este punto— sin ser conscientes de ello en la mayoría de los casos, convalidamos el triunfo del nacionalismo judío en su secular proyecto profético de dominación mundial, al que todos los cristianos contribuyen con su ignorancia, cobardía o estupidez. El presente artículo recopila los pasajes del Catecismo de la Iglesia católica que aparecen señalados en el índice temático bajo el epígrafe de «judíos, judaísmo» (op. cit., p. 684).  Dentro de cada cristiano hay un judío, afirma el Papa Francisco…

DENTRO DE CADA CRISTIANO HAY UN JUDÍO

Recordemos las palabras de Karl Marx:

El cristianismo ha brotado del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano fue desde el primer momento el judío teorizante; el judío es, por tanto, el cristiano práctico, y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío. El cristianismo sólo en apariencia había llegado a superar el judaísmo real. Era demasiado noble, demasiado espiritualista, para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas más que elevándolas al reino de las nubes. El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo, el judaísmo la aplicación práctica vulgar del cristianismo, pero esta aplicación sólo podía llegar a ser general una vez que el cristianismo, como la religión ya terminada, llevase a términos teóricamente la auto-enajenación del hombre de sí mismo y de la naturaleza. Sólo entonces pudo el judaísmo imponer su imperio general y convertir al hombre enajenado y a la naturaleza enajenada en objetos vendibles, enajenables, sujetos a la servidumbre de la necesidad egoísta, al tráfico y la usura.”

Cuando el judío nace en el interior del cristiano, transfórmase en ese capitalista rapaz que todos conocemos y la adoración a Israel de los Reyes Magos en la esclavitud de las naciones, devenidas todas ellas siervas del pueblo escogido.

https://intra-e.com/lamarca/index.php/2020/06/14/karl-marx-sobre-la-cuestion-judia/

Con las de Karl Marx, hacemos también nuestras las conclusiones de Friedrich Nietzsche, otro filósofo alemán, respecto del mismo tema:

«- ¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?… No hay en esto nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero esto es lo acontecido: del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío -el odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra-, brotó algo igualmente incomparable, un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas las especies de amor: – ¿y de qué otro tronco habría podido brotar?… Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica negación de aquella sed de venganza, como la antítesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores -¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de una política verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento, precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», a aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?… Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales más nobles. —» [sic].

[Genealogía de la moral, Tratado I, &8].

Pasen y vean, pues:

EL JUDAÍSMO EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA CATÓLICA

El reconocimiento de la judeidad de Cristo:

423 Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha «salido de Dios» (Jn 13, 3), «bajó del cielo» (Jn 3, 13; 6, 33), «ha venido en carne» (1 Jn 4, 2), porque «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad […] Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1, 14. 16).

La negativa a reconocer que Jesús era hebreo de etnia y judío de religión resulta habitual entre los pseudo patriotas católicos españoles. La Iglesia despliega empero un sólido aparato erudito para demostrar aquéllo que muchos creyentes antisemitas de extrema derecha se niegan a admitir, a saber, que llevan un judío dentro de sí. Bastaría a tales efectos con una lectura de la Biblia: entonces personas que se dicen cristianas pero jamás se han molestado en hojear siquiera sus Sagradas Escrituas te responderán que interpretas mal los textos. Sin embargo, el exegeta más autorizado de la «palabra de Dios» para todos los creyentes es la Iglesia. Y su Doctrina de la Fe, condensada en el Catecismo, no deja lugar a dudas: nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel… Pero la cosa no termina aquí:

439 Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico «hijo de David» prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).

Concepción política que es la verdadera y ha terminado por imponerse fuera de la Iglesia en la forma de sionismo cristiano anglosajón. Éste se limita a llevar hasta las últimas consecuencias la doctrina católica sobre la judeidad del presunto «hijo de Dios»:

488 «Dios envió a su Hijo» (Ga 4, 4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1, 26-27): «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (LG 56; cf. 61).

El hijo de madre judía, según los rabinos, es judía. Jesús, además de hijo de madre judía, fue circuncidado y educado como judío:

531 Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf. Ga 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2, 51-52).

Ciertamente, el Nuevo Testamento constituye el factor determinante del antisemitismo en Europa y, por tanto, también del denominado holocausto. Pero dicho antisemitismo se basa una vez más en la ignorancia de los cristianos, que confunden las críticas neotestamentarias a los fariseos u otras sectas judías, con un ataque general a «los judíos». De hecho, la doctrina católica reconoce esta amalgama y, por ende, el hecho de que los nazarenos, es decir, los cristianos, no fueron originalmente más que otra secta judía:

575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un «signo de contradicción» (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia «los judíos» (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1).

Es falso, como sostienen demasiados ultraderechistas y neonazis cristianos, que «los judíos» nieguen la vida eterna, si bien su concepción de una vida después de la muerte no es la espiritualista platónica y gnóstica, sino otra de procedencia persa —y, en última instancia, egipcia— basada en la idea de una eternización del cuerpo carnal:

Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios [los fariseos]: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34).

Jesús, el rey de Israel, permanece fiel a la ley judía:

578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, «quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos» (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).

Los hebreos de Palestina en tiempos de Jesús consideraron a este personaje, según la Iglesia católica, un rabino judío:

581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi» (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 13).

Jesús no cuestiona, pues, la ley judía, sino que la consuma universalizando el judaísmo. Tanto es así, que muchos de los preceptos dietéticos del cristianismo no son más que versiones atenuadas —para gentiles— de la estricta normativa judía en materia de alimentación:

582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido «pedagógico» (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro […] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.

Entre el judaísmo y el cristianismo no existe una oposición ideológica o axiológica, es decir, una divergencia que afecte a los valores fundamentales de la existencia, sino sólo una simple rivalidad intersectaria como la que puede existir entre chiítas y sunitas musulmanes o entre estalinistas y troskystas dentro del marxismo. En consecuencia, son radicalmente engañosas las imágenes de un Jesús que esgrime el látigo contra los mercaderes judíos —materialistas— que han mancillado la pureza del templo cristiano. En realidad, ocurre que ese templo es judío y es el dios judío aquéllo que en Jesús, como nacionalista e independentista hebreo, siéntese ofendido por el helenismo, es decir, por la cultura secular aria que bajo el imperium romanum mantenía sometida en buena hora a la nación hebrea:

Jesús y el Templo. 583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23). 584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21). 585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40). 586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).

Esta universalización del judaísmo, requisito insoslayable para el cumplimiento de la profecía judía de dominación mundial, sólo es posible gracias al judeo-cristianismo. Jesús debe así romper con la interpretación farisea de ciertos aspectos de la ley judía precisamente para enderezar el proyecto supremacista judío hacia la consumación de los tiempos, léase: aquéllos días finales que contemplarán el triunfo de Israel frente a todas las naciones. Jesús pone los cimientos de la rebelión de los esclavos contra las autoridades romanas —el «bolchevismo de la antigüedad»— con las cuales colaboraban de mala gana las autoridades fariseas:

III. Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador. 587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de «contradicción» (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22). 588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los «que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: «No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41). 589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

El conflicto intersectario entre nazarenos —cristianos— y «judíos» —en realidad, fariseos— se desarrolla siempre en el interior del imaginario judío. No hay un cristianismo que pueda ser pensado como ideología autónoma y, menos todavía, autosuficiente, frente al judaísmo: el cristianismo, debido a su dependencia del Antiguo Testamento —la Torah, ley judía fundamental— es siempre una rama del tronco judaico, un paraje entre otros del continente bíblico:

590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es «más que Jonás […] más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más que el Templo» (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8, 58); e incluso: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30). 591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo «nacimiento de lo alto» (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por «ignorancia» (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el «endurecimiento» (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la «incredulidad» (Rm 11, 20).

Jesús, un disidente judío, no es el promotor de un proyecto supuestamente ario y espiritualista frente al presunto materialismo judío que la extrema derecha cristiana antisemita intentaba hacernos creer:

Resumen. 592 Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que la perfeccionó (cf. Mt 5, 17-19) de tal modo (cf. Jn 8, 46) que reveló su hondo sentido (cf. Mt 5, 33) y satisfizo por las transgresiones contra ella (cf. Hb 9, 15). 593 Jesús veneró el Templo subiendo a él en peregrinación en las fiestas judías y amó con gran celo esa morada de Dios entre los hombres. El Templo prefigura su Misterio. Anunciando la destrucción del Templo anuncia su propia muerte y la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación, donde su cuerpo será el Templo definitivo. 594 Jesús realizó obras como el perdón de los pecados que lo revelaron como Dios Salvador (cf. Jn 5, 16-18). Algunos judíos que no le reconocían como Dios hecho hombre (cf. Jn 1, 14) veían en él a «un hombre que se hace Dios» (Jn 10, 33), y lo juzgaron como un blasfemo.

La Iglesia católica rechaza y condena en su Doctrina de la Fe los principales argumentos e interpretaciones de los antisemitas cristianos:

Los judíos no son responsables colectivamente de la muerte de Jesús. 597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a «la ignorancia» (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6): Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy […] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).

Antes bien, los autores de la muerte de Cristo somos todos los paganos, pecadores por definición, por la misma razón que todos los europeos seríamos culpables del holocausto:

Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo. 598 La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que «los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor» (Catecismo Romano, 1, 5, 11; cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos: «Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» (Catecismo Romano, 1, 5, 11). «Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).

El cristianismo reclama la conversión de los fariseos y de todas las otras sectas judías a la secta nazarena, la secta de Jesús, es decir, a otra secta judía. Nada más. Hete aquí lo que significa realmente la conversión de «los judíos» al cristianismo.

674 La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que «una parte está endurecida» (Rm 11, 25) en «la incredulidad» (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: «Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas» (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: «si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?» (Rm 11, 5). La entrada de «la plenitud de los judíos» (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de «la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13) en la cual «Dios será todo en nosotros» (1 Co 15, 28).

Se pretende que los judíos han de convertirse al cristianismo cuando el cristianismo es ya una secta judía y somos los gentiles, por tanto, quienes nos hemos convertido al judaísmo:

702 Desde el comienzo y hasta «la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), la Misión conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3, 14), investiga en él (cf. Jn 5, 39-46) lo que el Espíritu, «que habló por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), quiere decirnos acerca de Cristo. Por «profetas», la fe de la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron inspirados por el Espíritu Santo en el vivo anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La tradición judía distingue la Ley [los cinco primeros libros o Pentateuco], los Profetas [que nosotros llamamos los libros históricos y proféticos] y los Escritos [sobre todo sapienciales, en particular los Salmos] (cf. Lc 24, 44). 755 «La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)». (LG 6)

La «reconciliación de los judíos y de los gentiles» es en realidad la «OPA cultural» que el judaísmo practica con el imperium romanum y, posteriormente, con Europa y el Occidente todo. Dicha operación histórica, conducente a la esclavitud de los gentiles, está próxima a su realización gracias a la cautividad jerosolimitana de los EEUU, la primera potencia mundial:

781 «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo […], es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (LG 9).

Para disolver a las naciones gentiles, el cristianismo promueve el individualismo más exacerbado mediante el mito-fraude del alma y la inmortalidad personal, que rompe las comunidades nacionales desde su interior y establece los fundamentos antropológicos del globalismo liberal. Las personas dejan de ser griegos, varones, ciudadanos… y se convierten en yoes abstractos, «ciudadanos del mundo», depositarios de utópicos deseos de felicidad y esperanza. La Iglesia católica en cuanto «pueblo de Dios» no-carnal, asexuado, apátrida y orientado al «más allá» —mientras el «más acá», el mundo real, va quedando progresivamente en manos del pueblo escogido— representa algo parecido a una nave espectral de locos —el «cristianismo es locura»— educados para que los más aptos no se reproduzcan (el sacerdote católico es célibe, casado con Cristo) y poner la otra mejilla, allí donde las antiguas naciones guerreras arias —a las que los judíos no pudieron derrotar en el campo de batalla— van precipitándose en su autodestrucción:

791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: «En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia». La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él» (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 27-28).

Las almas todas son iguales y eternas ante «Dios» (el ídolo tribal judío): fenómeno de las migraciones y el mestizaje, multiculturalismo. Ser hombre o mujer ya no es un destino, sino un deseo: fenómeno de la ideología transgénero. Las mujeres son ante todo seres individuales, no esposas y madres: fenómeno del feminismo. Etcétera. Todas las ideas que caracterizan el liberalismo mundialista constituyen secularizaciones del imaginario cristiano radicalizado, es decir, del imaginario que el judaísmo reserva a los gentiles y, singularmente, a los pueblos depositarios de la avanzada cultura grecorromana, verdadero escándalo para un delirio supremacista que considera a los judíos el pueblo escogido:

839 «[…] Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras» (LG 16): La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (cf. NA 4) «a quien Dios ha hablado primero» (Misal Romano, Viernes Santo: Oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual […] procede Cristo según la carne» (cf Rm 9, 4-5), «porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29).

A continuación, el propio Catecismo identifica los rituales que el cristiano practica sin darse cuenta de que en realidad está celebrando el judaísmo y, por ende, la destrucción de su nación carnal, real, verdadera, en nombre de una presunta comunidad eclesial, fantasmal «pueblo de Dios» cuyo auténtico significado es la extinción:

1096 Liturgia judía y liturgia cristiana. Un mejor conocimiento de la fe y la vida religiosa del pueblo judío tal como son profesadas y vividas aún hoy, puede ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la liturgia cristiana. Para los judíos y para los cristianos la Sagrada Escritura es una parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la Palabra de Dios, la respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de intercesión por los vivos y los difuntos, el recurso a la misericordia divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen en la oración judía. La oración de las Horas, y otros textos y formularios litúrgicos tienen sus paralelos también en ella, igual que las mismas fórmulas de nuestras oraciones más venerables, por ejemplo, el Padre Nuestro. Las plegarias eucarísticas se inspiran también en modelos de la tradición judía. La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, pero también la diferencia de sus contenidos, son particularmente visibles en las grandes fiestas del año litúrgico como la Pascua. Los cristianos y los judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, orientada hacia el porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación definitiva.

El cristiano tiene que imitar a Cristo, o sea, poner la otra mejilla y morir… por Judea. Las feroces legiones romanas se transforman así en cristianos, corderos afeminados, pacifistas inocuos, pederastas con sotana…, por supuesto mucho más fáciles de derrotar que los antiguos guerreros europeos. En el bautismo el gentil es lavado, o sea, purificado de su carnalidad —nacional— pecadora y convertido en oveja, ese vapor egocéntrico y enfermizo obsesionado con su «salvación»:

El Bautismo en la Iglesia. 1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: «Convertíos […] y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa», declara san. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: «el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos» (Hch 16,31-33).

Todo ello a cambio de «la vida eterna», la pócima milagrosa, es decir, aire, nada, el típico fraude de un charlatán de feria destinado a seres tan ineptos como mezquinos, a saber, los cristianos:

El nombre de este sacramento. 1328 La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama: Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras eucharistein (Lc 22,19; 1 Co 11,24) y eulogein (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman —sobre todo durante la comida— las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación. 1329 Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf Ap 19,9) en la Jerusalén celestial. Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co 10,16-17). Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).

La asamblea eucarística es el «pueblo de Dios» formado por todos aquéllos que han apostatado de su nación carnal, real, verdadera, con la esperanza de obtener como premio una vida eterna individual que el judío promete a todos los traidores. A tales efectos, es menester imitar al Cristo, dejarse abofetear cuando el amo oligárquico te humilla y aceptar el sacrificio como un cordero, sin resistencia ni lucha, pero calculando en todo momento la presunta dicha y placeres que el embaucador judío te garantizó en calidad de recompensa («resurrección»)…

1330 Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor. Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, «sacrificio de alabanza» (Hch 13,15; cf Sal 116, 13.17), sacrificio espiritual (cf 1 P 2,5), sacrificio puro (cf Ml 1,11) y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza. Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario. 1331 Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (cf 1 Co 10,16-17); se la llama también las cosas santas [ta hagia; sancta] (Constitutiones apostolicae 8, 13, 12; Didaché 9,5; 10,6) —es el sentido primero de la «comunión de los santos» de que habla el Símbolo de los Apóstoles—, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephsios, 20,2), viático... 1332 Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles («missio») a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana. 1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El «cáliz de bendición» (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.

El cristianismo consuma el judaísmo, no lo niega, obteniendo de los gentiles su inexcusable —¿cómo someterlos si no?— sumisión voluntaria al pueblo escogido:

1340 Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.

El Reino es el Reino de Dios, el tótem etnocéntrico hebreo Yahvé, no lo olvidemos. Por tanto, el domingo representa la «plenitud» del sábado, el perfeccionamiento de la impostura que hace posible la servidumbre del «pueblo de Dios» —los pueblos gentiles ya cristianizados, judaizados— al Mesías de Israel.

El domingo, plenitud del sábado. 2175 El domingo se distingue expresamente del sábado, al que sucede cronológicamente cada semana, y cuya prescripción litúrgica reemplaza para los cristianos. Realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios. Porque el culto de la ley preparaba el misterio de Cristo, y lo que se practicaba en ella prefiguraba algún rasgo relativo a Cristo (cf 1Co 10, 11): «Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por Él y por su muerte» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Magnesios, 9, 1). 2575 También aquí, Dios interviene, el primero. Llama a Moisés desde la zarza ardiendo (cf Ex 3, 1-10). Este acontecimiento quedará como una de las figuras principales de la oración en la tradición espiritual judía y cristiana. En efecto, si “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” llama a su servidor Moisés, es que él es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres. Él se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres: llama a Moisés para enviarlo, para asociarlo a su compasión, a su obra de salvación. Hay como una imploración divina en esta misión, y Moisés, después de debatirse, acomodará su voluntad a la de Dios salvador. Pero en este diálogo en el que Dios se confía, Moisés aprende también a orar: rehúye, objeta, y sobre todo interroga; en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre inefable que se revelará en sus grandes gestas. 2576 Pues bien, “Dios hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11). La oración de Moisés es modelo de la oración contemplativa gracias a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés “conversa” con Dios frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo. “Él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente” (Nm 12, 7-8), porque “Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (Nm 12, 3). 2577 De esta intimidad con el Dios fiel, lento a la ira y rico en amor (cf Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha reunido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cf Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de María (cf Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando “se mantiene en la brecha” ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cf Ex 32, 1-34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre.

La oración cristiana, como sabemos, no es más que liturgia judía. Pero, conviene no olvidarlo, liturgia judía para gentiles:

III. Oración de la Iglesia. 2767 Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo que les da vida en el corazón de los creyentes ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. Las primeras comunidades recitan la Oración del Señor “tres veces al día” (Didaché 8, 3), en lugar de las “Dieciocho bendiciones” de la piedad judía.

El cristianismo define una suerte de judaísmo facilón: los gentiles estamos destinados a ejercer como siervos noájidas de los judíos en el «Reino de Dios» porque la ideología oligárquica no nos considera capaces de respetar las 613 normas del judaísmo. De hecho, el cristianismo enseña a los gentiles que somos pecadores incurables si sólo dependemos de nuestras fuerzas. En definitiva, que no podremos cumplir nunca la ley judía. Por eso el judío Jesús —hijo del judío Yahvé— tiene que morir: su sacrificio salda —en el libro contable de Dios— los pecados del mundo pagano. Ahora bien, como sabemos, los gentiles —era de esperar— hemos hecho caso omiso de la crucifixión y lo que ocurre en realidad es que nuestra presunta deuda queda transferida al propio Jesús. Por consiguiente, pasa del padre al hijo, ambos judíos. Finalmente, tras el Holocausto, el beneficiario será toda la tribu. Pero de esa cuestión nos ocuparemos en otro artículo.

Figueres, la Marca Hispànica, 13 de febrero de 2021.

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