OLIGARQUÍA: ¿ATEOS O CREYENTES? Según el lobby cristiano de Lyndon LaRouche, los oligarcas o plutócratas que controlan las palancas del poder en el mundo occidental serían ateos, satánicos, fascistas y nietzscheanos. Ahora bien, todo indica que la oligarquía que promovió el juicio de Nuremberg —antifascista per definitionem— se compone de fanáticos judíos y puritanos sionistas —neocon— que utilizan la Biblia como una suerte de agenda para producir los hechos profetizados en el libro. Y ello de tal suerte que la oligarquía nos conduce al apocalipsis, acontecimiento que ella misma pretende a la postre desencadenar en cuanto cumplimiento de la palabra de Dios. Así las cosas, el cristianismo como religión o fe institucionalizada de masas, lejos de combatir al enemigo de la humanidad, reforzaría sus fundamentos culturales y favorecería la comisión de las fechorías perpetradas. Los cristianos anti-fascistas de LaRouche no pueden aceptar que la cruzada cristiano-americana de la Segunda Guerra Mundial era eso: una guerra de la oligarquía contra Hitler. Alguien a quien consideraban obviamente su mayor enemigo, hasta el punto de preferir aliarse con el comunismo ateo antes que permitir su derrota a manos de los nazis. Los cristianos liberales salen así al paso de la posibilidad, terrorífica para ellos, de que, ante la opinión pública, el Führer pueda cambiar repentinamente el signo de su valencia axiológica y moral.

A fin de evitar semejante catástrofe ideológica, la propia oligarquía envía a sus intoxicadores para que nos convenzan de que Wall Street tiene que ser nazi —el mal absoluto, satánico— aunque no se explique entonces el misterio de por qué el poder oligárquico luchó, hasta destruirlo, contra el Tercer Reich en lugar de aliarse con él. 

 

El artículo que reproducimos íntegro a continuación, cuyo autor es Tony Papert, desarrolla los típicos argumentos preventivos larouchianos contra la aplastante evidencia de una oligarquía a la vez judeo-cristiana e insaciablemente criminal.

Lyndon LaRouche.

EL REINO SECRETO DE LEO STRAUSS, por Tony Papert

Leo Strauss, cuya influencia se ha vuelto tan grande en el gobierno de los EU. Él enseñaba que no hay Dios, que el hombre y la humanidad no le importan un bledo al universo y que toda la historia humana no es más que un puntito insignificante en el cosmos. La estrategia intelectual deliberada de poner de relieve la figura de Platón, pero convirtiéndolo en «un fascista en secreto», caracterizó al profesor de Harvard, Allan Bloom. El propio Bloom era un discípulo destacado del profesor alemán de la Universidad de Chicago, Leo Strauss, cuyos seguidores ahora dominan el «pensamiento» estratégico y jurídico del gobierno de Bush.

Hace apenas una década, un amigo y yo leímos por primera vez The Closing of the American Mind (El cierre de la mente estadounidense) de Allan Bloom, y nos sentíamos muy atraídos por él. ¿Por qué? Para comenzar, su oposición a la contracultura parecía nacerle del corazón. Describía, por ejemplo, cómo, siendo profesor universitario, se llevaba sus propias grabaciones a los dormitorios de sus alumnos, para lograr que quitaran su música rock y escucharan Mozart con él. Además, Bloom denunciaba apasionadamente el hecho de que las universidades no enseñaban nada; lo mismo digo yo. Por otra parte, también veía que tenía discrepancias con Bloom, pero pensaba darle el beneficio de la duda; tal vez resultaran ser cosas que no entendía bien.

Anthony Sutton.

Mi amigo y yo pensábamos acercarnos a Bloom para que se uniera a la campaña de Lyndon LaRouche. Pero primero quería averiguar más.

Como recordará cualquiera que lo haya leído, The Closing of the American Mind siempre te deja un peculiar saborcito intelectual, dondequiera que uno cierre el libro. En medio de otros asuntos, Bloom caía en declaraciones enfáticas e inesperadas, al parecer sin nada que ver con el tema, que no desarrollaba, y, precisamente por ese motivo, le daban vueltas en la mente a uno por días.

Todavía recuerdo dos. Bloom escribió que en el juicio a Sócrates estaban presentes hombres que querían que se le exonerara; ellos eran los «caballeros». Pero, ¿qué quería decir con ese término de «caballero»? Nunca se lo había escuchado usar a nadie en ese contexto, pero Bloom simplemente lo soltaba en esa frase aislada, y luego nunca retomaba el hilo. En otro aparte escribió que a Sócrates se le acusó de no creer en los dioses de la ciudad, y de inventar otros dioses. Obsérvese, escribía Bloom, que Sócrates no negó esa acusación. Pero me parecía recordar que Sócrates sí lo había negado y, perplejo por el comentario de Bloom, encontré en la Apología de Sócrates, de Platón, las palabras con que Sócrates lo niega.

Y, sin embargo, se suponía que este Bloom era un erudito del griego, traductor de Platón. ¿A qué le tiraba? ¿Qué quería decir?

Allan Bloom.

Strauss versus Sócrates

Cuando descubrí que Allan Bloom fue seguidor del finado profesor Leo Strauss, de la Universidad de Chicago, decidí que tenía que averiguar qué había dicho Strauss. El único conocimiento que tenía de Strauss en ese entonces era por conducto de otro amigo, cuya madre tomó su curso en la New School de Nueva York, donde Strauss dictó clase de 1938 a 1948. Ella se maravillaba de su dominio del griego antiguo; por lo demás, todo lo que recordaba era su minuciosa atención a los textos.

Leo Strauss, nacido de padres judíos piadosos en 1899, en Kirchhain, Alemania, junto a Marburgo, en la provincia de Hessen, vivió en Estados Unidos desde 1938 hasta su muerte en Annapolis, Maryland, en 1973. Escribió al menos dieciséis libros, la mayoría de ellos muy largos y con títulos tan poco interesantes como La ciudad y el hombre, o El derecho natural y la historia. Decidí que leería su libro Sócrates y Aristófanes, tanto porque el tema me interesaba, como porque ahora recordaba que Bloom me había dado la impresión, en uno de aquellos pasajes oscuros que intercalaba, de que la sátira de Aristófanes contra Sócrates en su obra Las nubes, fue cierta, al menos en parte, cuando en realidad yo sabía que era una mentira.

Vadeando el material introductorio de Strauss en su Sócrates y Aristófanes, todo parece simple, sin arte y completamente aburrido. Aristófanes escribió una obra sobre Sócrates. Esa obra, Las nubes, es importante —de hecho esencial— para entender las cuestiones en torno a Sócrates. Y luego, ¡aquí está! Strauss nos zambulle de una vez en su propia traducción de la obra. Una traducción bastante prosaica, por cierto, con el fardo adicional de instrucciones escenográficas insertadas por Strauss, e incluso instrucciones para lo que ocurre fuera de escena, que de alguna manera opacan el diálogo.

Hasta ahí, todo bien. A la larga, habiendo sobrevivido a Las nubes, regresé de vuelta a Leo Strauss. Por importante que sea la obra, escribe, no puede entenderse fuera de contexto. Han sobrevivido otras diez obras de Aristófanes, dice, y ¡aquí están! En sus propias traducciones, secas como el polvo, con todo y sus dilatadas instrucciones escenográficas. Hice el libro a un lado, y con él mi proyecto de leer libros largos de Leo Strauss.

Tiene que haber otra manera

Ahora bien, tenía un amigo con formación clásica, con quien estaba en frecuente contacto, quien a la sazón conducía un prolongado seminario sobre La República de Platón, con algunos voluntarios de Lyndon LaRouche, quien por aquel entonces se encontraba en prisión víctima de una repetición del juicio fraudulento contra Sócrates en Atenas. De algún modo, supe que mi amigo, líder del seminario, había estudiado con el straussiano Stanley Rosen.

Este seminario sobre Platón siempre me había parecido una especie de revoltijo. Algunas partes, que creo provenían de los estudios propios de mi amigo sobre Atenas, eran muy útiles; otros eran inexplicables y siniestros, tales como su insistencia, por ejemplo, en que Sócrates «seducía» a sus oyentes. Pero más al grano, había una especie de peculiaridad indefinible, ominosa, que pendía en todas las discusiones.

A la larga, me quedó claro que Strauss, por conducto de Stanley Rosen, tuvo el mismo efecto en mi amigo, que el que tuvo Martin Heidegger, profesor de Strauss, en el propio Strauss. Como tan atinadamente lo narra Shadia Drury:

«Nada tuvo mayor efecto en Strauss, que la manera en que Heidegger estudiaba un texto. Le fascinó totalmente el análisis de Heidegger de la Metafísica de Aristóteles; le parecía que el enfoque de Heidegger desentrañaba los tejidos intelectuales de un texto, y era distinto a cualquier cosa que hubiese visto u oído jamás. La reacción de Strauss no era única. Se decía que el estilo de enseñanza de Heidegger tenía un efecto totalmente hipnótico. Le acusaban de «dominación mística». Su objetivo no era tanto el entendimiento, como la iniciación en una secta mística. Precisamente por ese motivo advertía Karl Jaspers en una carta a la Comisión de Desnazificación, en contra de que Heidegger volviese a dictar cátedra después de la guerra. El sentido de la carta de Jaspers era que el estilo de Heidegger era profundamente libre, y que los estudiantes no eran lo suficientemente fuertes para resistirse a su hechizo. Los jóvenes no estarían a salvo con Heidegger, hasta que aprendiesen a pensar por sí mismos, y en eso Heidegger no podía ayudarles para nada. Lo mismo puede decirse de Strauss, en escala mucho menor».

Cabalismo en Annapolis

También tenemos en el movimiento larouchista impresiones de Saint John’s College, de Annapolis, Maryland, y de Santa Fe, Nuevo México, con su programa de «grandes libros», otro producto de la Universidad de Chicago.

Hace poco tuve ocasión de reunirme con un pariente de uno de nuestros miembros que, en efecto, es evangelista de Saint John; en poco tiempo me estaba dando descripciones sucintas de todos los cursos que allí se dictan. Cuando habló de una clase sobre un diálogo platónico, dijo que la profesora se había amanecido contando todas las palabras del diálogo, para poderle mostrar a sus alumnos la palabra central de todo el libro —la número 25.000, por ejemplo, de un total de 50.000—, con la idea de que la palabra central identifica la idea central de la obra.

«¡Suena igual que Strauss!», rompí diciendo. Sí, me contestó; Strauss tiene influencia en el programa clásico de Saint John’s.

Esa influencia es quizá más amplia. Ya desde los años cincuenta el colegio de Saint John en Annapolis, había estado por años bajo la conducción de Jacob Klein, amigo de Strauss de toda la vida. Strauss se retiró de la Universidad de Chicago en 1967, y luego pasó un año en el colegio de varones Claremont, en California. Después, desde 1969 hasta su muerte en 1973, Strauss fue académico residente de Saint John, en Annapolis.

Ahora, ¿sería acaso casualidad que los libros de Strauss, especialmente los posteriores, fuesen ilegibles? Su objetivo era asegurar que una inmensa mayoría de los lectores perdieran el interés, tras no encontrar más que trilladas exhortaciones a la moralidad, el patriotismo y el temor de Dios. Así era la lectura del libro de Bloom, The Closing of the American Mind, durante las diez semanas que estuvo entre los éxitos de librería: una lista de exhortaciones inocuas. Las grandes masas no hallarían más que moralejas manidas. Pero los pocos «hombres jóvenes inteligentes» —porque siempre eran «hombres» o «muchachos», nunca «mujeres» o «gente»— se intrigarían con estos obiter dicta, o comentarios fragmentarios, siempre al margen del tema central, y decían: «Y eso, ¿de qué se trata en realidad? Tengo que meterle el diente, tengo que entender». Y entonces los llamaban aparte, y les enseñaban en privado, individualmente.

Es un caso parecido al del policía infiltrado, quien dice, cuandoquiera que surge algo importante en la reunión, «tengo que hablarte de esto después de la reunión». Nunca trata ningún tema de importancia en la reunión, sino en privado, persona por persona, porque siempre le dice distintas cosas a distintas personas.

‘Sin temor y sin esperanza’

Con mucho, el mejor libro sobre Strauss es The Political Ideas of Leo Strauss (Las ideas políticas de Leo Strauss), de Shadia Drury, de 1988. Es posible que su excelencia se deba en parte a su conocimiento de que hay un sentido en que ninguna mujer puede ser straussiana. De hecho, Strauss dijo que ninguna mujer puede ser filósofo. Pero el objetivo de muchos de los muchachos u hombres jóvenes que estudiaban con Strauss era ser «filósofos».

Un ejemplo del método de Strauss, es la relación que hace Drury de un debate entre dos destacados straussianos —Thomas Pangle y Harry Jaffa— publicado en el Claremont Review de fines de 1984 a mediados de 1985, y continuado en la revista National Review el 20 y 29 de noviembre de 1985. Pangle había dado a entender que para Sócrates (es decir, para Strauss) la virtud moral era inaplicable al hombre verdaderamente inteligente, el filósofo. La virtud moral sólo existía en la opinión popular, donde su propósito es controlar a la mayoría no inteligente. En otro aparte del mismo debate, Pangle sostenía que la filosofía, según Strauss, desmentía la fe religiosa. Conforme arreciaba la pelea, Pangle agregaba que Strauss había calificado el carácter único de los Estados, de «moderno», que para los straussianos es uno de los términos de mayor abuso.

Harry Jaffa halló «la interpretación de Pangle completamente ajena a su propia comprensión de su profesor y amigo de treinta años», relata Drury. «Jaffa observa que tal visión de Strauss es nietzscheana, y ataca a Pangle por haber corrompido el legado de Leo Strauss» (Drury 1988, pág. 182).

¿Cómo es posible tal contradicción? Como dice Drury, «Strauss les enseñaba cosas distintas a estudiantes como Jaffa y Pangle» (Drury 1988, pág. 188). Las enseñanzas esotéricas o supuestamente secretas que se le inculcaban a Pangle, Bloom, Werner Dannhauser y muchos otros, presuntamente incluido Paul Wolfowitz, protegido de Bloom, eran, en efecto, puro Nietzsche. De hecho, la versión que Pangle representó en ese debate de 1984–1984, por escandalosa que le haya parecido a Jaffa, estaba muy diluida. De Nietzsche a Leo Strauss, sólo los nombres han cambiado, como dicen. Para comenzar, lo que Nietzsche llama el «superhombre» o «el próximo hombre», Strauss lo llama «el filósofo».

El filósofo–superhombre, es aquel raro hombre que puede hacerle frente a la verdad: que no hay Dios, que el hombre y la humanidad no le importan un bledo al universo, y que toda la historia humana no es más que un puntito insignificante en el cosmos, que tan pronto comenzó como desaparecerá nuevamente, sin dejar la menor traza. Que no hay moralidad, que el bien y el mal no existen, y que cualquier concepto de la otra vida, por supuesto, es un cuento de hadas.

En un panegírico a un colega, Strauss dijo: «Creo que murió como filósofo. Sin temor, pero también sin esperanza».

Pero la gran mayoría de los hombres y mujeres, por otra parte, distan tanto de poder hacerle frente a la verdad, que pertenecen prácticamente a otra especie. Nietzsche los llamaba la «manada», y también «esclavos». Requieren el «coco» de un Dios amenazante y el castigo en la otra vida, y la ficción del bien y el mal morales. Sin tales ilusiones, enloquecerían y saldrían de quicio, y todo el orden social, cualquiera que este sea, se vendría abajo. Y como la naturaleza humana nunca cambia, según Strauss, así será para siempre.

Son los filósofos–superhombres los que le proporcionan a la manada las creencias religiosas, morales, etc., que necesitan, pero que los propios superhombres saben que son mentiras. Nietzsche dijo que sus superhombres han de ser «sacerdotes ateos», y Strauss pretende que sus mentiras son «mentiras nobles». Pero no hacen esto por benevolencia, desde luego; Nietzsche y Strauss se mofan de la benevolencia, como algo indigno de dioses y hombres endiosados. Más bien, los «filósofos» se valen de estas falsedades para forjar la sociedad al amaño de los «filósofos» mismos.

Ahora bien, los «filósofos» requieren varias clases de gente que les sirva, incluidos los «caballeros», aquella palabra que tanto me había intrigado cuando Bloom la empleó hablando del juicio a Sócrates. En vez de enseñanzas esotéricas o «secretas», los futuros «caballeros» son aleccionados en las enseñanzas «exotéricas» o públicas. Les enseñan a creer en religión, moralidad, patriotismo y servicio público, y algunos entran al gobierno. Piensen en el ex secretario de Educación William Bennett y su Book of Virtues (Libro de las virtudes). Además de estas virtudes tradicionales, claro, también creen en los «filósofos», que les enseñaron todas estas cosas buenas.

Aquellos «caballeros» que se hagan estadistas, seguirán acatando el consejo de los filósofos. Este imperio de los filósofos, a través de sus testaferros en el gobierno, es lo que Strauss llama el «reino secreto» de los filósofos, «reino secreto» que es el objetivo de vida de muchos de los estudiantes esotéricos de Strauss.

Ocultándose de la verdad

Ahora, las peculiaridades que hallé en el libro de Allan Bloom, así como en el seminario sobre Platón que mencioné, nacen, no sólo del nietzscheanismo de Strauss y Bloom, sino igualmente de la insistencia de Strauss en que la verdad debe ocultarse, cosa que Nietzsche no se atrevió a compartir de la misma manera.

Debido precisamente a que la verdad, si se conoce, destruiría tanto a la sociedad como a los filósofos mismos, Strauss decía que Platón y los filósofos de la antigüedad, así como el propio Strauss, escribían en una especie de clave, cuyo verdadero significado sólo le era visible a los sabios. Si por casualidad el vulgo repasaba los libros, sólo encontraría los mitos trillados e inocuos sobre las recompensas a la virtud, el castigo al vicio y así sucesivamente.

Strauss daba el ejemplo de Al–Farabi, otro de sus autores esotéricos, para explicar cómo se puede decir la verdad con palabras, sólo para engañar:

«El piadoso asceta era muy conocido en la ciudad por su abstinencia, humildad y mortificación, así como su probidad, corrección y devoción. Mas por algún motivo despertó la hostilidad del soberano de su ciudad. Este ordenó arrestarlo, y para asegurar que no se fugara, puso en alerta a los guardias a las puertas de la ciudad. No obstante, el asceta logró escapar. Vestido de borracho y cantando al son de los timbales, se acercó a las puertas de la ciudad. Cuando el centinela le preguntó quién era, le respondió que era el asceta piadoso que todo mundo andaba buscando. El guardia no le creyó, y lo dejó pasar». [Drury, 1988, pág. x–xi]

Nada tiene de raro, pues, que el Allan Bloom a quien pensábamos haber conocido yo y otros en las páginas de The Closing of the American Mind, realmente no era Allan Bloom en absoluto. Se obtiene una idea más veraz de sus verdaderas convicciones, de los extractos de su «ensayo interpretativo» sobre La República, de Platón. De hecho, el verdadero Allan Bloom era, entre otras cosas, un homosexual promiscuo cuya vida fue segada por el sida. Al darse cuenta de que se moría, encargó a su íntimo amigo Saul Bellow, novelista de la Universidad de Chicago, escribir lo que han llamado un «monumento literario» a Allan Bloom, una novela en clave titulada Ravelstein. Es una biografía verídica. Bellow quizás justifique el haber ocultado algunos hechos sobre sí mismo por la necesidad de mantener en primer plano a su amigo Bloom. Mas, por lo demás, sólo han cambiado los nombres y algunos detalles menores. Bloom es «Revelstein», Strauss es «Davarr» («palabra», en hebreo) y el propio Bellow es «Chick» o «Chickie» («Pollo» o «Pollito»).

La red straussiana

De ser un profesor con gustos lujosos, pero sin los medios para dárselos, The Closing of the American Mind hizo de Bloom un multimillonario instantáneo. Tan sólo las regalías del Japón se contaban en millones. El libro de Bellow comienza con un banquete fastuoso, costosísimo, organizado por Bloom para unas dos docenas de personas, incluido Bellow, en el Crillon, que Bloom había escogido como el mejor hotel de París. Bloom y Bellow se levantan al otro día a las dos de la tarde, y se van de compras a las tiendas más caras de París. A la larga, adquieren una chaqueta amarilla, de 5.000 dólares, hecha a la medida para Bloom. Luego, en un café, Bloom, nervioso, derrama un café expreso por la pechera de su chaqueta nueva. Bellow se estremece, e intenta asegurarle a su amigo que el conserje del Crillon sabrá cómo repararle la chaqueta, pero Bloom no hace más que reírse incontrolablemente.

En vez de un teléfono, Bloom tiene en su apartamento en Chicago lo que vendría a ser un conmutador telefónico privado, hecho a la medida. Pasaba gran parte del tiempo sentado en el centro de su telaraña, recibiendo llamadas telefónicas. Con este dispositivo podía tener esperando a varias personas a la vez, mientras que presuntamente hablaba en conferencia con otros en discusiones improvisadas o preparadas de antemano. Y Bloom, quien murió en 1992, fue uno de los primeros en portar el equivalente de un teléfono celular, para poder recibir sus importantes llamadas en cualquier parte.

Describen un incidente en que Bloom recibió en su aparato una llamada de Wolfowitz, en Washington, durante la guerra del Golfo en 1991. Wolfowitz le dijo a Bloom que la Casa Blanca iba a anunciar al día siguiente que no avanzarían contra Bagdad. Bloom los acusó de cobardes.

Y lo que hacía era hablar de política, manejarles sus carreras al plantel de acólitos, hablar de sus vidas amorosas y de las vidas amorosas de otros, y encontrarles parejas. De hecho, ayudó a desbaratarle el matrimonio a Saul Bellow, al tiempo que le encontró una joven y hermosa asistente literaria, estudiante de Bloom, quien se enamoró de Bellow y se casó con él.

No olvidemos que Strauss sacó a cien doctorados. Bloom graduó a otros muchos. Y ellos, a su vez, graduaron a otros, y así sucesivamente. A estas alturas ya se graduó la cuarta generación. Y cada uno tenía su papel, ya fuese esotérico o exotérico, «filósofo» o «caballero», disidente o lo que fuese. No olvidemos que un puesto académico codiciado requiere de diez a veinte recomendaciones incondicionalmente positivas, de otros que ya han ocupado tales cargos. En esto sí, los straussianos siempre se dan la mano, sin importar lo que pudieran parecer gravísimas discrepancias. Y este sistema de patronato académico se extiende al gobierno, mediante la creciente proliferación de «bancos de cerebros» que hacen de puente entre los dos ámbitos. Este fue el puente que cruzaron Wolfowitz y muchos otros straussianos.

Ahora, año y medio después del 11 de septiembre, el «reino secreto» parece estar por fin a la vista, o tal vez ya exista. Algo por el estilo debió haber soñado Nietzsche en los delirios sifílicos de sus últimos días.

Tony Papert

Fuente:

http://www.schillerinstitute.org/newspanish/institutoschiller/literatura/reinosecretleos.html

Véase también:

http://www.filosofia.mx/index.php?/perse/archivos/leo_strauss/

http://www.um.es/sfrm/publicac/pdf_espinosa/n3_espinosa_pdf/esp_n3053JosepMonserrat.pdf

CONCLUSIÓN

Como puede observarse, todo el artículo de Papert está orientado a convencernos de que Allan Bloom, ideólogo de la oligarquía, difundía las virtudes morales cristianas en su obra capital pero de hecho era un ateo. Ahora bien, se puede ser un cristiano hipócrita e inconsecuente sin dejar de ser creyente, la historia nos ofrece ejemplos a mansalva de este tipo de personajes, por no decir que constituyen la norma. En realidad, la doctrina de LaRouche y Antony Sutton es uno de los muchos corolarios de los delirios del abate Barruel, propagandista decimonónico que interpretó la Revolución Francesa —y la entera Modernidad— como una conspiración satánico-iluminista pagana contra la Iglesia católica. En el lugar de esta confesión cristiana específica, LaRouche, un cristiano liberal americano como Sutton, coloca el cristianismo en su conjunto. Tales posturas evidentemente forzadas tienen como finalidad legitimar a cualquier precio el antifascismo en cuanto ideología universal con historietas absolutamente ridículas e insostenibles sobre la presunta ideología nazi de quienes destruyeron el nazismo.

La oligarquía sionista sólo puede sobrevivir sumergida en una mezcla de líquido social amniótico formado por un cóctel de cristianismo religioso («derecha»), cristianismo secularizado («izquierda») y antifascismo consensual transversal. Cualquier cambio en la composición de esa sustancia podría ser letal para los oligarcas. Y a mantener a las masas intoxicadas por dicho imaginario fraudulento se dedica buena parte de la casta intelectual. 

Figueres, la Marca Hispànica, 9 de marzo de 2020.  

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